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12 de julio de 2020

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l próximo viernes, día 17, a las 8 de la tarde, en la Catedral, el obispo de Albacete, D. Ángel Fernández va a presidir el funeral diocesano por todas las víctimas del coronavirus. Hasta el momento son 117 familias las que han comunicado su deseo de asistir enviando un correo electrónico a catedral@diocesisalbacete.org y tendrán un sitio reservado en la Catedral. Una celebración que se podrá seguir en directo a través de Visión seis televisión y las redes sociales de la Diócesis de Albacete. De algunos familiares, hemos recogido su testimonio ante la pérdida de sus seres queridos durante la pandemia.


¡Gracias Dios mío!

No, no estoy dando gracias por lo ocurrido con el Covid-19, sería irracional; las doy porque siento que, en esos momentos de desolación vividos, me escuchó.

Somos conscientes de nuestra fragilidad y de nuestro paso por esta vida, pero siempre queremos “arañar” un poquito más y es muy habitual desear que, cuando nos llegue el último momento en este mundo, sea rápido y no haya sufrimiento.

Esto es lo que yo pedí a Dios cuando mis padres enfermaron por Covid-19: que, si era su momento de abandonar esta vida, fuera rápido y no sufrieran, que no se dilatara inútilmente en el tiempo con sufrimiento cuando ya no hay esperanza. Y sí, me escuchó, primero falleció mi madre en escasos tres días desde que empezó con síntomas y estando sedada el último día. Quince días después falleció mi padre, sin llegar a saber que su esposa ya lo estaba esperando con el Padre, e igualmente, en escasos tres días con sedación el último.

Gracias porque Él siempre escucha sí se lo pides con fe y confianza; Él no falla nunca. En la pena hay consuelo, en la esperanza hay ilusión, en la fe hay confianza, en la vida hay alegría. Él hace que te quedes con el 90% de buenos de recuerdos, que te hacen mirar siempre hacía adelante con una sonrisa; y no con el 10% de malos recuerdos, que te llenan de culpabilidad, pero que sí que sirven para recordarnos un punto de mejora: que somos humanos y fallamos.

No puedo decir lo mismo de aquellas personas “responsables” que me impidieron no acompañar a mis padres en el tránsito último y despedirnos con un “hasta pronto”, juntos de la mano, dejándolos fallecer en soledad. Ellos no escucharon, no tienen esa humanidad y ética que nos aporta la fe en Jesús. Así es, las personas fallamos, Dios no. Por lo tanto, perdonamos sin rencor, pero con la esperanza de que aprendamos de esta desgracia y avancemos.

Tampoco puedo olvidarme de todas aquellas personas en el mundo que, prácticamente, viven su día a día en una situación permanente de pandemia, por distintas razones, y no siempre por un virus. Para nosotros, probablemente haya sido algo temporal; para ellos, su vida cotidiana. Seamos conscientes de que, para otras personas, es mucho peor de lo que nosotros hemos vivido y luchemos por hacer un mundo mejor, empezando por todos los que nos rodean y estirando las manos hasta intentar tocar a los más lejanos.

Dejemos nuestro granito de arena para que, cuando nos llegue el momento de abandonar este mundo, sea un poquito mejor y más agradable. No es imposible.

Antonio Rubio


El adiós en un pueblo pequeño

Dolor, lágrimas, tristeza, desgarro, impotencia… Son algunos sentimientos que hemos vivido en el tiempo de confinamiento. Para una parroquia pequeña como la Purísima de La Solana, una aldea de Peñas de San Pedro, la pérdida ha sido grande en este tiempo. Al principio del confinamiento, llegaba la noticia de la muerte de Juan, pero no por el virus. No poder acompañar a la familia, un responso en el cementerio. Los mensajes de todo el pueblo llegaban a través de las redes sociales. Mensajes desde todos los rincones de la provincia y fuera de ella. El confinamiento se va alargando, las noticias avisan de que la situación será muy dura. Comenzamos a llamarnos por teléfono y a preguntar unos por otros. Es ahí donde, en algunas casas, ya empiezan los síntomas: toses, malestar, fiebre. Tratamos de dar ánimos y comenzamos a preocuparnos. Pasan las horas, los días… Y las cosas no mejoran. Las noches se hacen largas y cuesta dormir. Nos sorprende sin esperarlo la llamada de la muerte de Toribio. Todo es confuso. Al teléfono ya no se pone nadie. Te quedas en shock. Llamadas a otras casas y ahora te contestan desde una cama del hospital, con dificultad para respirar. ¡Qué dolor, lágrimas! Y todo, en pocas horas, Josefa se nos va. Y su casa y los suyos se quedan en soledad. Pero no queda ahí, Carmen también se encuentra mal y, siendo ella fuerte y con ganas de vivir, nos deja en esos días. Este fin de semana podremos hacer su funeral.

Miedo y prudencia se apoderan de la pequeña comunidad. Más enfermos y personas con síntomas. Y la oración no deja de multiplicarse. ¿Cómo estar cerca en la distancia? Toca ahora reavivar la esperanza.

Parroquia de La Solana


Enormemente afortunados

No ha pasado ni tan siquiera un mes desde que falleció mi padre de Covid-19. Muchos y muy diversos han sido los sentimientos que hemos tenido desde que todo esto empezó.

Desde los primeros momentos de angustia, tras el diagnóstico inicial, los días en los que salíamos del hospital esperanzados por ver, o por querer ver, leves mejorías, que nos hacían recobrar la  esperanza pensando en una curación, para sentir la frustración al ver que muchos eran los tratamientos que le iban poniendo pero ninguna la respuesta obtenida. La enfermedad seguía su avance imparable y veíamos cómo, poco a poco, su vida se iba apagando… Lo único que podíamos hacer era acompañarlo y eso hicimos durante toda la enfermedad y, sobre todo, en sus últimos momentos.

Sabemos que somos «enormemente afortunados» por poder haber estado con él y, por eso, le damos gracias a Dios y al personal sanitario por habérnoslo permitido.

Podemos sentirnos afortunados porque, en todo momento, hemos podido tener acceso a los recursos necesarios para poder luchar contra el Covid-19 y sentir que todo estaba hecho, que no quedaba nada más que confiarlo a Dios.

Somos afortunados porque hemos podido sentir el afecto de toda la comunidad rezando por nosotros. No podremos terminar nunca de darle las gracias por haber sacado un rato para rezar y acordarse de nosotros en estos momentos.

Como creyente, pienso que la muerte no es el final, solo un paso necesario para poder volver a Dios y, de verdad, que creo firmemente en esto; pero, aunque esto no elimina el dolor, ni llena el vacío que queda en nuestras vidas, nos ayuda a tener esperanza y que el sufrimiento no es en balde.

Espero que Dios acoja el alma de mi padre y la de todos los que han fallecido en esta difícil situación y que consuele el dolor de sus familias.

Julio Saiz