7 de noviembre de 2020

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Mi experiencia con la institución benéfica del Sagrado Corazón de Jesús, comenzó hace ya algunos años, cuando, por motivos profesionales, coincidí en la casa en el momento del reparto de la comida a las personas que a ella se acercaban pidiendo algo para quitarse el hambre.

A la vista de la impotencia de las dos Hermanas para abrir la puerta y atender al centenar largo de personas que se agolpaban en ella y hacían prácticamente imposible el poder abrirla, tomé una decisión que ha influido de manera decisiva en mi vida.

Me remangué y nos pusimos los tres a organizar aquella multitud y entregarles la comida que las Hermanas tenían preparada. Tras más de casi una hora de entregar bandejas y recogerlas una vez utilizadas te queda el cansancio lógico en el cuerpo, la tranquilidad en el corazón y el punto de satisfacción, tal vez egoísta, que como ser humano sientes, y te preguntas: ¿tan importantes son el resto de cosas que tengo que hacer en mi vida que no puedo dedicar parte de ella a ayudar a estas Hermanas que entregan toda su vida a Dios y al servicio de los más necesitados?

El testimonio que me dieron las Hermanas de la institución, me caló tan hondo que la respuesta no se hizo esperar: todos los días que mi trabajo me lo permite, y los fines de semana, desde el desayuno del sábado hasta la comida del domingo, allí estoy intentando, que las personas que a la casa se acercan puedan llevarse a la boca ese trozo de pan y ese café con leche que de paso les calientas las manos.

Gracias, Hermanas.