5 de junio de 2020
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Jesús se ha ido silencioso, de puntillas, casi sin ser notado.
Se lo llevaron las primeras ráfagas de este vendaval que nos ha barrido, como una lámpara que se consume y se apaga en silencio dejando una espiral perfumada que sube anhelando el cielo.
Al pensar en Jesús, reflexiono que no es la amistad clerical –fraternal- la menor gracia que Dios me ha dado. A Jesús le consideré siempre amigo. No era fácil la camaradería y el amistoso “chismorreo” y menos una gracia atrevida, lo que no era obstáculo para que nuestra amistad estuviera apoyada en vínculos fuertes de afecto y confianza. Porque lo traté y conocí de cerca, puedo asegurar que Jesús fue un buen sacerdote reservado (como su padre, personaje difícil de olvidar que tenía aire de senador popular, sabio y prudente). Jesús rebosaba la alegre espontaneidad de los salesianos de Don Bosco, a los que perteneció y que le acompañó en los distintos ministerios que tuvo.
Pasó inadvertido, sin llamar la atención por nada, a pesar de que tuvo una sólida formación académica y eclesial, con titulación de Liceos internacionales. Fue humilde, sin sueños escalofonistas. Fue discreto con una sacristía -no recámara- que los de Vianos llevan como huellas dactilares de ese pueblo singular que, además, tuvo ocho hijos curas coincidiendo con Jesús, ¿hay quien dé más? Fue sacerdote caritativo y limpio con esa limpieza de la vida que es inocencia -no ignorancia- respetada hasta por esos guiños de maliciosa complicidad que se permiten a veces, como signos de amistad, los profesionales de la sospecha (globos sonda perdidos).
Yo te pido Jesús que levantes las manos a Dios, y a mí, y a Vianos, y a nuestra Diócesis, nos bendigas ahora que estás con el Señor.