El texto del Evangelio de este domingo tiene un encanto admirable. Imaginaos la escena: Los apóstoles, que han depositado tantas esperanza en Jesús; que han contemplado cómo movía multitudes, lo ha visto morir en la cruz en la más absoluta soledad. A su oración sólo había respondido el silencio de Dios.
Y ahí está ahora ellos, desconcertados, frustrados, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. De repente Jesús se presenta en medio con un saludo de paz. No se lo podían creer. Tiene que mostrarles las marcas de los clavos y la llaga del costado, resplandecientes ahora como rayos de sol. “Se llenaron de alegría al ver al Señor”, dice el evangelio. La paz y la alegría son el fruto de la experiencia pascual. Jesús añadió: “Como el Padre me envió a mí, así os envío yo. Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados”.
El que perdonaba y sanaba, el que reunía a la gente, partía el pan y anunciaba la Buena Noticia del Reino de Dios, les pasa ahora el testigo a ellos. El Espíritu prolonga la presencia de Jesús en la Iglesia, encargada de llevar adelante su misma misión. ¿No se trataba de un encargo demasiado pesado para hombros tan débiles? Tenían tan vivo todavía el recuerdo de sus traiciones que pensarían que no estaban preparados para tomar en sus manos una tarea tan difícil como apasionante. Es la sensación que hemos experimentado quienes hemos recibido encargos de especial responsabilidad en la Iglesia. La misma sensación que, sin ir más lejos, habéis sentido tantos cristianos ante cualquier encargo que sobrepasa vuestra capacidad . Aunque nos sintamos unos pobres hombres, sabemos que no vamos solos por la vida: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. A unos y a otros nos consuela la certeza de que el Espíritu de Jesús está con nosotros.
Se encuentra uno por esos mundos de Dios con gente bien sencilla –catequistas, voluntarios de Cáritas o de otras organizaciones cristianas, animadores de la liturgia, encargados de la pastoral de la salud, militantes de grupos apostólicos...-, pobre gente, como somos casi todos, con nuestros defectos a cuesta, pero con la certeza de que no están solos. En medio de nuestras actividades anda también el Espíritu de Jesús que, a veces, hace cosas grandes con lo poco que somos. Podemos hasta perdonar los pecados.
Alguien me decía en una ocasión que por qué tenía que creer en la Eucaristía o confesar sus pecados a los sacerdotes, cuando éramos hombres como los demás, a veces tan pecadores como los demás. Vistas las cosas así, mi interlocutor tenía toda la razón del mundo. Sólo que se olvidaba del Espíritu de Jesús, que es el que nos capacita para que a través de nosotros, pobres hombres, Jesús prolongue su misión en el mundo por los siglos de los siglos. Ese es el misterio de la Iglesia. Esa es nuestra gloria y nuestra responsabilidad. Gloria que se devuelve en gratitud; responsabilidad que nos produce estremecimiento.
El fragmento del Evangelio acaba con una nota de realismo curiosa. Tomás, unos de los doce , no estaba allí cuando vino Jesús. Cuando los otros se lo contaron, le resultaba tan difícil como a nosotros creer que el crucificado estuviera vivo y que quisiera valerse ahora de hombres tan inseguros, tan llenos de errores y caídas como ellos. ¡Qué difícil resulta creer cuando se abandona la comunidad eclesial! “Si no veo las marcas de los clavos en sus manos, si no meto mi mano en la llaga de su costado, no creeré”. ¡Cómo se parece Tomás a nosotros, los hombres pragmáticos del siglo XXI!
Ya sabéis lo que pasó a los ocho días. El incrédulo Tomás nos ha dejado en el Evangelio la más hermosa confesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!”. Y, como respuesta, Jesús nos dejó la más hermosa bienaventuranza: “¡Dichosos los que crean sin haber visto!”.