Pablo Bermejo
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17 de octubre de 2009
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]M[/fusion_dropcap]i etapa escolar la pasé en un colegio religioso y la mayoría de mis profesoras durante 6 años fueron Hermanas Dominicas. Recuerdo que cuando yo tenía 10 años, el colegio tenía costumbre de ayudar a los alumnos de último curso a celebrar tómbolas para recaudar dinero para su viaje de fin de curso. Ese año, hicieron la mayor tómbola que recuerdo haber visto en el patio del colegio. Cada alumno de último curso había traído varios objetos de su casa e hicieron papeletas de siempre premio. La tómbola duró 4 días y el último cogí de mi hucha un billete de mil pesetas que había ahorrado de mi paga semanal. Mi intención no era gastarme tanto dinero, pero resulta que después de comprar el primer boleto me fijé en el estand de regalos en un perro de cristal azul que se me antojó maravilloso. Ese año nos habíamos mudado a una nueva casa, y pensé que ese perro quedaría a las mil maravillas en nuestra entrada de cristal de la casa. Entre mis ganas de conseguir el perro, y aquella nueva sensación que me hicieron descubrir los boletos con premio seguro, me dejé llevar y me gasté las 1000 pesetas. Orgulloso, les enseñaba a mis amigos todo lo que me había tocado y lo metí como pude en mi mochila, que acabó llena.
Ese mismo día coincidió que era el día del Domund, y en clase dedicamos mucho tiempo a preparar murales y a hablar sobre lo que significaba nuestra aportación. Por la tarde, después de haberme gastado 1000 pesetas en la tómbola y mientras discutíamos sobre el dinero que un niño puede dar, una compañera de clase actuó como es normal que actúen los niños y levantó la mano para decir: “Hermana Amparo, ¿sabes que Pablo se ha gastado 1000 pesetas en la tómbola de los mayores?” Se hizo un silencio tremendo y fue cuando descubrí qué significaba aquello de “un nudo en la garganta”. No recuerdo cómo evolucionó todo, pero sí que mi mochila acabó abierta en la mesa de la Hermana Amparo y todos los regalos al descubierto. Entonces me dijo una frase en la que no había pensado hasta hace poco. Dijo: “¿No te da vergüenza gastarte 1000 pesetas el día del Domund? Piensa en cuánto has dado tú.” Menos mal que no me lo preguntó, porque yo no había dado nada. Le había dado el sobre a mi padre y fue él quien metió dinero, y creo que fueron 200 pesetas. Lo que sí recuerdo bien es que aquella frase me enfadó mucho y durante los años sucesivos no estuve de acuerdo con que ella tuviera derecho a meterse en “mis asuntos”. Lo olvidé y hace poco me acordé de aquel día al hacer limpieza en mi viejo cuarto y encontrarme con el perrito de cristal que llegué a conseguir en la tómbola “de los mayores”.
Si ahora me encontrase con la Hermana Amparo le contestaría que sí me da vergüenza haberme gastado tanto dinero precisamente en el día del Domund (aunque sigo sin estarlo con el circo que se montó en clase). Supongo que necesitamos ser conscientes del mundo para sentir lo que está bien y lo que está mal, y no tenemos derecho a enfadarnos con aquellos (niños o adultos) que no son conscientes de lo que están haciendo mal.
Respecto al esfuerzo de donar dinero para los necesitados, hace poco dijo el Párroco de San José en misa una frase que también se me ha quedado grabada: “Parece que tiene que llegar a doler un poquito para que la conciencia se quede tranquila”. Y es cierto; lo malo es que los gastos absurdos no nos duelen y en cambio los caritativos duelen muy pronto.
Después de haber recordado aquel día, y conociéndome como me conozco, sé que al menos cada día del Domund mi conciencia querrá quedar limpia de aquellas 1000 pesetas mal gastadas. Ojalá; y ojalá todos pudiéramos ser conscientes y sentirnos culpables por lo poco que hacemos comparado con lo que somos capaces de hacer, pareciendo niños que pudiendo dar 1000 pesetas no dan nada y se las gastan en caprichos que acaban arrinconados en un cajón para siempre.