+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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13 de noviembre de 2010

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Cuando se aproxima el fin del año litúrgico, la Iglesia nos invita a meditar sobre la caducidad del tiempo. La predicación de Jesús concluye con un largo discurso escatológico en que, a veces, se confunden los planos del anuncio del fin del templo, que acontecería unas décadas más tarde, con el del fin del mundo, hasta resultar difícil distinguirlos.

La reflexión viene motivada por la admiración que los discípulos experimentan ante la belleza deslumbrante del templo de Jerusalén. Aquella admirable construcción, concluida por Herodes unos años antes del nacimiento de Jesús, era espectacular. Los mármoles, el oro, las ricas madera talladas asombraban a los peregrinos.

“Vendrá un día en que, de eso que admiráis, no quedará piedra sobre piedra”. -dice Jesús-. Podemos imaginar el escándalo que tales predicciones provocarían especialmente en los miembros del Sanedrín. Parece que fue ésta una de las causas que precipitaron su condena a muerte. Frente a quienes ponen su confianza en la perdurabilidad de las cosas, Jesús se atreve a afirmar la caducidad y la fragilidad de todo, incluso de lo que nos parece más admirable e imperecedero.

Maestro, ¿cuándo ocurrirá eso y cual será la señal de que va a acontecer?”. Es la pregunta que todos nos hacemos, como si eso fuera lo fundamental. 

La respuesta de Jesús anula todas las predicciones de los múltiples grupos sectarios que en todas las épocas han pretendido fijar la fecha del retorno del Señor: “Estad en guardia para no dejaros embaucar, pues vendrán muchos utilizando mi nombre y anunciando que el momento es inminente. No les hagáis caso”.

Lo primero que Jesús pretende es librarles de la fiebre de quienes, abusando de la literatura apocalíptica, copaban la imaginación de la gente hasta hacerle caer en brazos de cualquier salvador de pacotilla o de mesianismos falsos.

Lo segundo es no negar la conflictividad de la historia a la que apelaban los grupos sectarios: guerras, catástrofes, epidemias. Jesús invita a mantener la cabeza fría porque eso, que va a ocurrir, no anuncia necesariamente el fin del mundo.

Las catástrofes históricas y cósmicas evocadas por Jesús formaban parte del lenguaje apocalíptico, es verdad. Era un género literario estereotipado que nació en Israel precisamente cuando las grandes promesas de los profetas parecían no cumplirse, cundiendo la decepción ante la salvación anunciada, lo que no dejaba de ser una dura prueba para la fe del pueblo.

Pero la real finalidad de la apocalíptica era reafirmar lo centralidad de la fe: Que Dios es señor de la historia, que el futuro absoluto está en sus manos, que Él es el único futuro del hombre. Precisamente por eso son una invitación a los fieles a la perseverancia en la fidelidad, incluso en medio de la conflictividad histórica y cósmica. Era un mensaje de esperanza. Era como decirles. “Aunque tiemble la tierra y caigan las estrellas, “no temáis”; hay un futuro posible, incluso por encima de la muerte. Hay una esperanza radical, absoluta, que no se sustenta en apoyaturas humanas, sino en Dios.

Para Jesús, lo que realmente ha de preocupar a los discípulos es mantener la fe. Por eso les anuncia que incluso antes de la ruina de Jerusalén, ellos mismos se verán arrastrados como reos a las sinagogas, comparecerán ante gobernadores y reyes, serán incluso encarcelados por su nombre. La acusación puede provenir incluso de sus mismos familiares y amigos “Así tendréis ocasión de dar testimonio”.

Tan importante era esto para Jesús que les insiste en que lo “metan bien en la cabeza”. Les dice, incluso, que no se preocupen de preparar su defensa. Él les inspirará el lenguaje de la fidelidad, un lenguaje y una sabiduría que será irresistible para los adversarios.

El mensaje acaba de una manera admirablemente consoladora, es como la enseñanza fundamental concentrada: “Ni uno sólo cabello de vuestra cabeza se perderá. Con vuestra paciencia obtendréis la vida”.

Son palabras divinas, no verificables, pero creíbles, que no hay que tomar en sentido material. La fe no preserva ni del sufrimiento, ni de la muerte, pero da la Vida.