+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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16 de noviembre de 2013

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]o habían visto más veces, pero era imposible no asombrarse ante tal maravilla. Aquella impresionante construcción del Templo, concluida por Herodes uno años antes del nacimiento de Jesús, era espectacular. Los mármoles, el oro, la rica madera tallada con esmero asombraban a los peregrinos y también y a los discípulos de Jesús. Por eso, debieron de caerles como un jarro de agua fría las palabras de Jesús, precisamente cuando ellos ponderaban, casi extasiados, tanta belleza: “Esto que contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra”.

El templo era el compendio de la fe de Israel, el gran signo de la alianza, casi la razón de su existencia. Significaba la seguridad de que Dios estaba con el Pueblo. El hombre, sabemos, necesita sentirse seguro, tener certezas, protegerse. Por eso, en la larga travesía del desierto, el Pueblo de Israel había caminado con el arca de la alianza y con su tabernáculo.

Nos gusta la quieta posesión de un credo incuestionable, la clara orientación de una normativa moral aceptada por todos, el cumplimiento de unas prácticas religiosas concretas pero las palabras de Jesús sonaban a inseguridad, a incertidumbre, a desamparo ante un futuro nebuloso. Esa es la condición de la fe, su cualidad más dura y descarnada.

Vendrán muchos en mi nombre diciendo “yo soy”. Muchos han venido y seguirán viniendo que pongan en tela de juicio, por ejemplo, los principios básicos del amor cristiano y de la familia; o que enseñen en la práctica que el fin justifica los medios y que, por tanto, para conseguir determinadas alternativas políticas o sociales, o de confort, no hay que tener escrúpulos en emplear el engaño, el robo o la violencia. De hecho, no pocos bautizados viven en situación de desconcierto y confusión.

Cuando se aproxima el fin del año litúrgico, la Iglesia nos invita a meditar sobre la caducidad del tiempo y a preguntarnos en qué ponemos nuestra esperanza. “Maestro, ¿cuándo ocurrirá eso y cuál será la señal de que va a acontecer?”. Es la pregunta que todos nos hacemos, como si eso fuera lo fundamental.

La predicación de Jesús concluye con un largo discurso escatológico en que, a veces, se confunden los planos del anuncio del fin del templo con el del fin del mundo, hasta resultar difícil distinguirlos.

Frente a quienes ponen su confianza en la perdurabilidad de las cosas, Jesús se atreve a afirmar la caducidad y la fragilidad de todo, incluso de lo que nos parece más admirable e imperecedero.

La respuesta de Jesús anula todas las predicciones de los numerosos agoreros o de los múltiples grupos sectarios que en todas las épocas han pretendido fijar la fecha del retorno del Señor: “Estad en guardia para no dejaros embaucar, pues vendrán  muchos utilizando mi nombre y anunciando que el momento es inminente. No les hagáis caso”.

Lo primero que Jesús pretende es librarles de la fiebre de quienes, abusando de la literatura apocalíptica, copaban la imaginación de la gente hasta hacerle caer en brazos de cualquier salvador de pacotilla o de mesianismos falsos.

Lo segundo es no negar la conflictividad de la historia a la que apelaban los grupos sectarios: guerras, catástrofes, epidemias. Jesús invita a mantener la cabeza fría porque eso, que va a ocurrir, no anuncia necesariamente el fin del mundo.

Las catástrofes históricas y cósmicas evocadas por Jesús formaban parte del lenguaje apocalíptico, es verdad. Era un género literario estereotipado que nació en Israel precisamente cuando las grandes promesas de los profetas parecían no cumplirse, cundiendo la decepción ante la salvación anunciada, lo que no dejaba de ser una dura prueba para la fe del pueblo. Pero la real finalidad de la apocalíptica era reafirmar lo centralidad de la fe: Que Dios es señor de la historia, que el futuro absoluto está en sus manos, que Él es el único futuro del hombre. Precisamente por eso son una invitación a los fieles a la perseverancia en la fidelidad, incluso en medio de la conflictividad histórica y cósmica. Era un mensaje de esperanza. Era como decirles. “Aunque tiemble la tierra y caigan las estrellas, “no temáis”; hay un futuro posible, incluso por encima de la muerte. Hay una esperanza radical, absoluta, que no se sustenta en apoyaturas humanas, sino en Dios.

Para Jesús, lo que realmente ha de preocupar a los discípulos es mantener la fe. Por eso les anuncia que incluso antes de la ruina de Jerusalén, ellos mismos se verán arrastrados como reos a las sinagogas, comparecerán ante gobernadores y reyes, serán incluso encarcelados por su nombre. La acusación puede provenir incluso de sus mismos familiares y amigos “así tendréis ocasión de dar testimonio”. Tan importante era esto para Jesús que les insiste en que lo “metan bien en la cabeza”.

El mensaje acaba de una manera admirablemente consoladora, es como la enseñanza fundamental concentrada: “Ni uno sólo cabello de vuestra cabeza se perderá. Con vuestra paciencia obtendréis la vida”. Son palabras divinas, no verificables, pero creíbles, que no hay que tomar en sentido material. La fe no preserva ni del sufrimiento, ni de la muerte, pero da la Vida. Ahí está el secreto: la perseverancia. Levantarse cada día e inventar otra vez la jornada, sabiendo que el éxito de ayer no garantiza el acierto de hoy; que la victoria definitiva es la final.