+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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5 de noviembre de 2011

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l color ocre, casi oro viejo, de las hojas de los árboles nos recuerda que estamos en otoño, que todo camina hacia su fin, también el año litúrgico. La Iglesia, con sabia pedagogía, nos propone para estos últimos domingos del ciclo litúrgico un conjunto de pasajes, agrupados por el evangelista Mateo y presentados como el último gran sermón de Jesús. Se trata de invitarnos a la vigilancia.

Se ve que lo del sueño es una enfermedad contagiosa. Lo era ayer y lo es hoy. La época actual, que a todos nos envuelva en un torbellino de vértigo y de prisas, nos ha hecho amigos de «llegar y besar»: La generación del ordenador podemos realizar, en un instante, operaciones que antes suponían muchas horas de codo y de fatiga. Pero eso también hace que, cuando las cosas no salen como nos gustaría, seamos incapaces de soportar el espesor de la realidad, que nos deprimamos, que tiremos la toalla o que caigamos en el sopor de la mediocridad.

El relato evangélico comienza con una imagen de alegría exultante, fresca, juvenil. ¡Qué belleza la de unas muchachas que, invitadas a una boda y ataviadas con sus mejores galas, vienen jubilosas, al caer la tarde, portando en sus manos pequeñas lámparas de aceite! En una época en que no existía la electricidad, las lámparas iluminaban la celebración, cuando ésta se celebraba en la noche. (Un banquete espléndido era literalmente el que tenía muchas lámparas. Hoy -cosas de la semántica- un banquete es espléndido cuando abundan las viandas exquisitas).

«Cinco eran insensatas y cinco eran precavidas. Las primeras tomaron sólo sus lámparas, las segundas llevaron, con las lámparas, aceite de reserva en las alcuzas». La solemnidad del momento y la grandeza del acontecimiento contrastan con la dejadez del grupo. En una circunstancia así, dormirse u olvidar el aceite, denotaba dejación y abandono.

«A eso de la media noche se oye un grito: ¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!«.En el evangelio el «esposo» casi siempre llega en la noche, sin avisar, ¿por qué será? ¿Es tal vez un recurso para acentuar la necesidad de la vigilancia? Ese grito que rasga la noche y que sorprende al mundo es como si nos quisiera decir que hay una hora que es la hora de la verdad, del encuentro, como si la eternidad atravesara el tiempo y se hiciera presente a nuestra vida.

Cuando llegó esa hora de la verdad, en las lámparas de las muchachas insensatas se había consumido el aceite. Al regresar de aprovisionarse, el esposo ya había entrado en la sala, y se había cerrado la puerta. Los gritos de las jóvenes insensatas –» ¡Señor, Señor, ábrenos»!– y los golpes en la puerta de la sala del banquete sólo lograron perderse en la noche.

Cuando Jesús contaba esta parábola probablemente estaba viviendo en un contexto dramático. Acababa, según el evangelista, de dirigir una dura invectiva a los escribas y fariseos, que ya habían delineado en su corazón la estrategia que acabaría llevándolo a la muerte, como había sucedido antes con otros profetas de Israel. En este contexto, la «insensatez» era mucho más que una distracción propia de unas muchachas de cabeza ligera. Es expresión de una actitud espiritual. La vida es cosa seria, en ella se juega una elección: la acogida o el rechazo de Dios. En el Nuevo Testamento es sensato el que edifica su vida sobre la Palabra de Dios, y es insensato el que lo hace sobre la arena movediza de su autosuficiencia, de su indiferencia o de su atolondramiento.

«Velad, porque no sabéis el día ni la hora». Así acaba la narración. La sentencia pone al descubierto toda la seriedad de la libertad humana. Los fariseos lo entendieron bien. Ante el que ha de juzgar nuestra vida no basta con decir «¡Señor, Señor!» para entrar en el Reino de los cielos; hay que hacer la voluntad del Padre.

En el relato, todas las muchachas se quedaron dormidas. El Esposo sabe de nuestra debilidad y no le escandaliza. No pide lo imposible; solamente un poco de vigilancia, una pequeña lámpara que no se apague ni si quiera mientras dormimos, como lo expresa con delicadeza la esposa del Cantar de los Cantares: «Yo duermo, pero mi corazón vela».

Todos y cada uno necesitamos volver a escuchar, como una sacudida, el grito de Pablo: «Ya es hora de despertaros del sueño«.

¡Con qué facilidad nos dormimos! Que, al menos, permanezca ardiendo la pequeña lámpara de nuestra fe, encendida el día de nuestro bautismo. La lámpara arde cuando se alimenta con el aceite de la oración y de las buenas obras. «¡Velad y orad!».