+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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10 de noviembre de 2012

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]N[/fusion_dropcap]os encontramos hoy ante uno de los últimos episodios que, antes de la narración de la Pasión, nos cuenta Marcos de la vida pública de Jesús. El relato, aparentemente insignificante, tiene un encanto especial porque resalta el valor de lo pequeño, de lo que se hace de corazón y de verdad.

El Templo era el lugar más frecuentado de Jerusalén. Por allí pasaban, además de los habitantes de la ciudad, las autoridades religiosas y civiles, los peregrinos, los curiosos y los que no tenían oficio ni beneficio. Por el templo desfilaban los sacerdotes, los escribas, los fariseos, los turistas, los comerciantes, los poderosos y los mendigos. También está Jesús con sus discípulos, que observa y comenta.

Observa Jesús a los sacerdotes y letrados, que, envueltos en sus amplios ropajes, buscan las reverencias de la gente -salir en la foto, diríamos hoy-. Ve también cómo los poderosos echan grandes cantidades, monedas contantes y sonantes, sobre todo sonantes, en los cepillos del templo. En ambos casos su juicio es duro y riguroso. En cambio exalta un episodio tan humilde que pasa desapercibido ante la gente: “Se acercó una pobre viuda y echó dos reales”. La escena es de tal sencillez y discreción que Jesús tiene que llamar la atención de los discípulos: “Esa pobre viuda ha echado más que nadie: los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenia para vivir”.

Qué valoramos más hoy: ¿las «exclusivas» que los famosos venden a las revistas del corazón o las acciones anónimas de la gente sencilla?

Recuerdo aquellos versos de Pemán, que tienen la ternura de una balada, en que el lego simplicísimo se atormenta pensando que su tarea -ir y venir con el cantarillo de agua por la verídica bendiciendo a Dios- era un servicio insignificante en comparación con el de otros frailes que brillaban por sus altos saberes, sus afinadas voces o sus arrobos místicos. Y me acuerdo de Petra, tan pobre y tan trabajadora, a la que, en mis años de parroquia, siempre encontraba con un crío en brazos y otros de la mano: “Usted siempre nos dice que hay que hacer algo por los necesitados: Yo no puedo dar ni dinero, ni tiempo, porque tengo que trabajar mucho para alimentar a esta prole. El otro día, como vi que la gente iba a dar sangre, allí me presenté. Después de la extracción no sabe qué feliz que me sentí, porque había hecho algo por los demás”.

La memez colectiva de nuestra sociedad fabrica sin cesar ídolos de barro a los que rinde luego un culto irracional. Pregonamos y exorbitamos sus estupideces, mientras pasamos con displicencia ante la innumerable gente humilde que, calladamente, hace más grata y confortable nuestra vida diaria.

Seguro que el mundo se volvería más cuerdo y más humano si supiéramos poner cada cosa en su sitio, empezando por levantar acta de gratitud y hacer el elogio de todos los humildes que van dejando caer sus dos reales en el cepillo de nuestra convivencia.

Hacer, por ejemplo, el elogio de los barrenderos que cada madrugada limpian nuestras calles, atiborradas de basuras y negligencias; del panadero, que pasa la noche amasando y cociendo el pan que encontramos crujiente en nuestro desayuno; del pastor que, en la soledad de la montaña, apacienta el rebaño, cuya lana cubre nuestros cuerpos como una segunda piel cálida y vistosa; del albañil que puso el techo que nos cobija… Cada golpe de respiración, cada paso nuestro tendría que ser un canto agradecido a tanta buena gente que hace posible y grata nuestra vida… Toda esa gente que cumple la «insignificante» tarea de ser, nada más y nada menos, sacramentos de la solicitud providente de Dios sobre el hombre.

No es cuestión de racismo, sino de gusto: Sinceramente, me cautivan más las manos toscas de la mujer de la sierra del Segura, encallecidas y rugosas de coger aceitunas, que la mano enjoyada, fina, alargada, exquisita, hecha casi sólo para lucirse en la pasarela de la vida. Aquéllas, cuando se acercan tímida y ruborosamente para acoger la Eucaristía, me evocan inevitablemente, dentro de su rudeza, la alta ternura del también «insignificante» pesebre de Belén.

Me parece que si educáramos a las nuevas generaciones en estas claves de gratitud y no según los cánones del papanatismo reinante que, luego, les deja frustrados porque tienen que contentarse, a la postre, con la monotonía diaria, seguramente valorarían más cada cosa, saldrían ganando hasta los jardines, los contenedores y los barrenderos

Observad, veréis cuánta mujercita pobre, dejando sus dos reales…