+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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9 de noviembre de 2013
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Noviembre es el mes de los difuntos. La visita a los cementerios hace aflorar, con las oraciones y los recuerdos, olas de melancolía, preguntas serias, las más serias e insoslayables de cuantas el hombre puede plantarse. “El hombre es un animal que soporta dudas” dijo el gran Newman. Y, a cada paso, vuelven los interrogantes, sobre todo cuando nos encontramos con el aparente sinsentido de muertes prematuras: ¿Será cierto que la vida carece de sentido y que todo conduce a la nada? ¿Será verdad que el hombre es una pasión inútil, como afirmó Sartre?
Todas las grandes civilizaciones, sin excepción, han cultivado, escuchando la voz del corazón, alguna forma de supervivencia; han rendido algún tipo de culto a los muertos. Hoy, en Occidente, el materialismo parece ganar la batalla al espíritu. Aumenta el número de los que niegan cualquier forma de supervivencia. También en tiempo de Jesús, un grupo religioso, el más conservador entre los judíos, negaban la resurrección.
Los tres evangelios sinópticos nos cuentan el episodio, que escucharemos en la misas de este domingo, situándolo en los últimos días de la vida terrestre de Jesús y en un contexto de diatribas y asechanzas. Ello dio ocasión a Jesús para expresar su visión sobre “el más allá”, no como un debate, sino como una respuesta existencial.
El deseo de supervivencia había llevado a los judíos a imponer la costumbre del “levirato”: Si el esposo moría sin dejar descendencia, el pariente más próximo tenía la obligación de darle descendencia a la mujer viuda, a fin de asegurar al muerto la supervivencia en los hijos, que se consideraban descendientes del difunto.
Para ridiculizar la fe en la resurrección, los Saduceos le pusieron a Jesús una trampa grotesca, una trampa saducea: “Había siete hermanos; el primero se casó y murió sin descendencia; los siguientes hermanos se fueron desposando, uno tras otro, con la viuda sin que ninguno de ellos dejara descendencia. Finalmente murió la mujer. A la hora de la resurrección, ¿de quién de ellos será esposa, pues los siete la tuvieron por mujer? Parece que los saduceos entendían la resurrección como una simple prolongación de la vida terrestre que aquí conocemos.
Jesús, al responder, nos invita a desistir de imaginar la vida futura desde nuestros pesos y medidas actuales. ¿Cómo podríamos explicar a un niño, que todavía está en el seno de su madre, la vida que le espera? Incluso en el caso de que conociera la lengua, nuestras palabras no le dirían nada hasta tanto tuviera alguna experiencia de nuestro mundo. La mariposa es distinta de la oruga de la que procede, como la espiga es distinta del grano de trigo. Cuánta diferencia entre la anciana de noventa años y la niña que era al comienzo de su vida. Si, incluso en estos hechos que acontecen dentro del tiempo, existen tales diferencias, cuánta más existirá entre el tiempo de los hombres y la eternidad de Dios. Eso sí, la diferencia no anula ni niega la continuidad del ser. La oruga vive arrastrándose, a ras del suelo;un buen día se duerme en el capullo que le sirve de mortaja, y he aquí que otro día despierta ella misma convertida en una bella mariposa capaz de volar entre las flores. Seguro que si hubiera sido consciente de la vida que le esperaba, todo su ser habría clamado por ser lo que estaba llamada a ser.
“Ellos son semejantes a los ángeles. Son hijos de Dios, siendo herederos de la resurrección…”. Es como si Jesús dijera: Se trata de algo mucho más hermoso de lo que podéis imaginar.
La respuesta de Jesús me recuerda la afirmación vigorosa y esperanzada de san Pablo: “Los sufrimientos de ahora no tienen comparación con la gloria que un día se nos descubrirá; por eso, la creación entera aspira a ser liberada de la corrupción para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Rom. 8,19-21). La vida “del más allá” es inimaginable, distinta de la de aquí, porque es una participación, ya sin la oscuridad de la fe, en la vida del totalmente Otro, de Dios. Y, como todo lo tocante a Dios, nos es imposible conceptualizarlo racionalmente de modo adecuado. Nuestra posibilidad, nuestra grandeza y nuestro riesgo, es la de creer, fiándonos de Jesús, o la de no creer.
Qué admirable el testimonio de madre de los Macabeos; viendo morir en un mismo día a sus siete hijos, víctimas de las torturas más horribles, les animaba con tanta ternura como fortaleza: “Yo no sé cómo aparecisteis en mi seno; yo no os regalé el aliento ni la vida, ni organicé los elementos de vuestro organismo. Fue el Creador del universo. Él, por su misericordia, os devolverá el aliento y la vida, si ahora os sacrificáis por su ley”.
Los santos, como los mártires, han sido esos hombres que se han sentido tan amados de Dios que han aceptado el riesgo de entregar su vida por Dios y por los demás, incluso hasta la muerte. Así hicieron suya la Pascua de Cristo, llamada a ser también Pascua de la nueva creación.