+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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3 de noviembre de 2018
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El hombre contemporáneo se ha empeñado en basar el progreso en la rentabilidad, el crecimiento económico y la competitividad. El tener permite el acceso al reino del placer. Proclamaba, hace unos años, un manifiesto hedonista:“El goce es el alfa y la omega, el principio y el fin… Hoy no queremos más normas que las que nos vengan exigidas por la satisfacción del propio gusto”. La autora de tal manifiesto creo que era profesora de ética en una universidad española.
Hasta la filosofía del nuevo “orden mundial” parece poco dispuesta a pedir a los hombres, habituados a la riqueza y el bienestar, hacer sacrificios para que todos puedan gozar de tales bienes. Su estrategia va por otros caminos:reducir el número de comensales a la mesa de la humanidad, a fin de que no se vea afectada la supuesta felicidad que algunos hemos alcanzado. Siempre he pensado que, tras el miedo a la maternidad, se oculta, casi siempre, el miedo al otro, que es visto como un antagonista para nuestro yo y nuestro libre bienestar. ¿Estamos asistiendo al ocaso de la filosofía del amor y, en consecuencia, a la emergencia de la filosofía del egoísmo?
No es extraño que en un mundo así la presencia del Evangelio resulte cada vez más marginal, que sea difícil transmitir la fe a las nuevas generaciones o que disminuyan las vocaciones. Y, sin embargo, uno tiene la certeza de que, a la postre, el mundo será de quien más ame y sepa dar pruebas más claras de ello. Dejar de amar es, sencillamente, renunciar a la denominación de origen, dejar de ser hombres.
El Evangelio se resume en el amor. Sin el difícil arte del amor no hay verdadera autosuperación;nada grande, noble y digno se construye.
En una ocasión —lo escucharemos en el evangelio de este Domingo— le preguntaron a Jesús por el mandamiento principal y primero. Y Jesús respondió: “El primero es: ‘Escucha, Israel, El Señor, nuestro Dios, es el único Señor: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser’. El segundo es semejante a éste: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. No hay mandamiento mayor que estos”.
En el Antiguo Testamento se invitaba al creyente a repetir varias veces al día, como una confesión de fe, el texto citado por Jesús, a enseñarlo a los hijos, a hablarles de ello mientras se estaba en casa o se iba de camino, acostado o levantado;a atarlo en la mano y ceñirlo en la frente a fin de que fuera como señal e insignia ante los ojos, a grabarlo en las jambas de la casa y en las puertas.
Con palabras o gestos, de la mañana a la noche, acostado o levantado, en casa o yendo de camino, consciente o inconscientemente, el hombre proclama su fe en aquello que cree. Sería aleccionador investigar las veces que, cada día, proclamamos la fe en el tener, en el gozar o en el poder.
Por eso, entre tantas voces, es importante abrir el oído y escuchar. Mientras haya en nuestra vida “señores” de más importancia práctica que el Señor, ni será posible que el alma preste atención a Dios, ni que el prójimo, su imagen, prevalezca sobre los intereses inmediatos, a los que somos capaces de sacrificar la existencia entera.
El Ghiotto pintó a la caridad vestida de rojo, ofreciendo a Dios un corazón con su mano izquierda y un cesto de frutas a los hombres con la derecha:“El amor de los hombres a Dios y el amor de los hombres entre sí son los dos hijos mellizos del amor de Dios a los hombres” —decía Charles Peguy—.