+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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29 de octubre de 2016
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La vida no es fácil. Tropezamos a diario con el dolor, las lágrimas, el fracaso, la frustración. Por eso, intentamos fabricarnos pequeños o grandes paraísos, que, a veces, el tiempo se encarga de desbaratarnos como si de castillos de arena se tratase. Buscamos fabricar nuestra felicidad con el dinero, el poder, el prestigio, la seguridad, la efímera aventura amorosa o, quizá, con otros falsos remedios, como el alcohol o la droga, que pueden acabar destruyéndonos.
De búsquedas y encuentros va el evangelio de este domingo.
El cristianismo no es primariamente una ideología, ni una moral, sino un acontecimiento: Jesucristo. Y sólo se es cristiano de verdad cuando se ha vivido la experiencia de un encuentro con Él. El encuentro con Jesucristo ilumina la mirada, renueva la esperanza, rehace la vida, da sentido a la existencia, cambia nuestro sistema de valores y nuestra actitud ante los otros. Esa ha sido la experiencia de todos los santos. Esa fue la experiencia de Zaqueo el publicano.
La escena acontece en Jericó, la ciudad que, situada a 250 metros bajo el nivel del mar, resulta una anomalía en la geografía de la tierra. Dicen que Jericó es la ciudad más antigua que se conoce; posee ruinas que datan de ocho mil años antes de Jesucristo, hasta el punto de que, cuando el nómada Abrahán pasó por allí con sus rebaños, la ciudad contaba ya con seis mil años de historia a sus espaldas. Era, además, la última etapa para los peregrinos que subían a Jerusalén.
Atravesaba, pues, Jesús esta ciudad en su último viaje a Jerusalén, donde sabía lo que le esperaba: «He aquí que subimos a Jerusalén donde se va a cumplir todo lo que los profetas han escrito del Hijo del Hombre«, había dicho, unos días antes, a sus discípulos.
A la entrada Jesús había curado a un ciego y seguro que la noticia había corrido como un reguero de pólvora. No es extraño que su llegada despertara el interés y la curiosidad.
Zaqueo era uno de los jefes puestos por los romanos para recaudar sus impuestos, colaborador por tanto con los opresores y, en consecuencia, odiado y detestado por todos. Se ve que el trabajo era rentable, pues el evangelista no pasa por alto el detalle de que era uno de los personajes más ricos de la ciudad. Como era bajo de estatura no se le ocurrió otra cosa que subirse a una higuera para ver a Jesús.
La actitud de Zaqueo bien pudiera recordarnos la de tantos enanos espirituales encumbrados en la higuera artificial de la fama por los medios de comunicación. Pero parece que la suya no es una curiosidad frívola, de cotilleo de prensa amarilla. Sentirse pequeño y pecador es un buen comienzo para el encuentro con Jesús. Quizá ya estaba tocado por la gracia; quizá Jesús, que siempre toma la iniciativa, ya había llamado a la puerta de su corazón, cumpliendo lo que dice al Apocalipsis:» Estoy a la puerta y llamo. Si alguno me abre, entraré y cenaré con él y él conmigo. Y le daré un nombre nuevo«.
La búsqueda de Jesús no es fácil. Que lo digan los jóvenes, tan condicionados por la pandilla. Basta la más leve ironía de los otros para zancadillear sus mejores propósitos. Hay que hacer un esfuerzo y auparse por encima del peso de la masa, superar respetos humanos…Eso hizo Zaqueo.
En las calles de Jericó se cruzaron las miradas de Jesús y de Zaqueo. Una mirada puede decir más que miles de palabras. Jesús le invitó a bajarse y a que le hospedara en su casa. Y Zaqueo, que quizá se sintió querido de verdad por primera vez en su vida, abrió las puertas de su casa y, sobre todo, las de su corazón. Fue como apearse de su falsa grandeza para encontrarse cara a cara con Jesús, para compartir la mesa de la intimidad y acoger su palabra.
Volvamos a lo que apuntaba al comienzo de esta reflexión: Zaqueo había pretendido hasta ahora, como tantas veces hacemos los demás, fabricar su felicidad escondiendo su pequeñez humana bajo el poder, el tener y, quizá, bajo el abuso y la extorsión de sus conciudadanos. El encuentro con Jesús le cambió el corazón y el rumbo de la vida. Empezó a ser un hombre nuevo: «Voy a repartir la mitad de mis bienes a los pobres y si a alguno he defraudado, le restituiré cuatro veces más”, dirá Zaqueo a la mañana siguiente, puesto en pie.
Si dejáramos entrar a Jesús en nuestro viejo mundo, enconado y violento, florecería la paz, y la alegría abriría nuevas vías de relación entre los individuos, pueblos y continentes. Jesús resumió admirablemente lo acontecido: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa”.
¿Por qué no concertar esta semana una cita con Jesús? Aunque tengamos que apearnos de autosuficiencias y orgullos… Puede ser en la intimidad de la familia, en el lugar de trabajo, en el campo, en el silencio de una iglesia, ante el confesionario. Jesús no es un recuerdo, ni una ideología; es el Señor viviente. Vale la pena encontrase con Él.