+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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3 de noviembre de 2012

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]stamos casi al final del evangelio de Marcos, que, sin pretender ser una crónica ni ofrecer unos anales, nos ha ido dando cuenta de la Buena Nueva de que es portadora la vida terrena de Jesús. Ha predicado a lo largo y lo ancho de Palestina, ha reunido a un grupo numeroso de seguidores y, de entre ellos, ha elegido a los doce apóstoles. Hoy nos encontramos con un episodio sencillo, pero fundamental.

Encontramos a Jesús en Jerusalén, la capital de la nación hebrea; ha puesto su cuartel general muy cerca, en Betania, donde cuenta con una familia amiga. Pasa el día predicando en los atrios del Templo y a la noche vuelve a la casa de Lázaro, de Marta y de María. El Templo, como sabemos, es el corazón de la religión hebrea.

Jesús sabe el riesgo que corre predicando en tal sitio. Son muchas las personas que acuden a escucharle, mientras los poderosos dirigentes buscan la ocasión más propicia para poder acusarle y acabar con él.

Nosotros, que nos hemos sentido tocados por su Palabra, también le espiamos. Ha tenido una discusión fuerte con los poderos Saduceos, que no creían en la resurrección; ha salido de una manera brillante de la trampa con que pretendían cazarle. Vemos entonces que se acerca a él un hombre que parece pacífico y bienintencionado, admirado seguramente de la sabiduría de Jesús. Es un escriba: un hombre, pues, de cierta cultura, sabe leer y escribir, cosa rara entonces. Los escribas, por eso, se ocupaban de enseñar la ley mosaica en las sinagogas. Viene a plantear a Jesús una cuestión importante para él: Cuál es el primero y principal de los mandamientos.

Los expertos habían llegado a enumerar en la Biblia hasta 613 mandamientos entre mayores y menores, positivos y negativos, que había que cumplir. Quizá, como no era posible recordarlos todos buscaban un mandamiento fundamental, que pudiese unificar y resumir en sí toda la Ley.

Jesús, que lee en el corazón de las personas, no se hace de rogar y le ofrece una síntesis admirable: Empieza haciendo referencia a un texto de Moisés que leemos también en la primera lectura de la misa de hoy: “-El primero es: “Escucha Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. El segundo es este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que estos”.

El minúsculo pueblo que era Israel se diferenciaba de los otros pueblos en que creía en su solo Dios. Pensemos en los griegos y los romanos con sus mitologías politeístas superpobladas, incluso con dioses menos ejemplares que los hombres. Jesús coloca el primer mandamiento sobre este fundamento de la unicidad de Dios. Confirma la visión de un Dios único, creador y padre, que ama a sus criaturas.

En las palabras de Jesús hay una importante novedad. Los dos preceptos en que sintetiza la Ley antigua no eran enunciados así, uno junto al otro, inseparables. Figuraban en libros distintos, en el Deuteronomio y en el Levítico. Jesús une ahora el amor a Dios y el amor al prójimo como si constituyeran un solo precepto, como las dos caras de una misma medalla.

Los Apóstoles habían comprendido muy pronto en la escuela de Jesús que los dos mandamientos eran cada uno la confirmación de la observancia del otro. El evangelista Juan advierte que “si uno dice que ama a Dios, pero odia a su hermano, es un mentiroso. Quien no ama al hermano al que ve, no puede amar Dios a quien no ve”. Para Jesús, el amor al prójimo es la prueba de nuestro amor a Dios.

En la respuesta de Jesús hay otra novedad: el significado de la palabra “prójimo”. Moisés había enseñado a los israelitas a considerar “prójimo” casi solamente a los pertenecientes al propio pueblo o grupo étnico. Jesús, en cambio, explicara de mil modos que todos los hombres han de ser considerados prójimos; los cercanos y los lejanos, los amigos e incluso los enemigos. Sus discípulos serán enviados a todo el mundo, a todos los pueblos. En el sermón de la montaña completará la Ley de Moisés así: “Habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo; pero Yo os digo: “amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen”. Parece que el escriba entendió la novedad aportada por Jesús, que reconoce que “este hombre no anda lejos del Reino de Dios”.

Estas son dos de las novedades traídas por Jesús. Con ello, la reflexión religiosa y moral de humanidad dio un paso adelante muy importante. 

Los apóstoles asumieron la enseñanza de Jesús, que nosotros, después de dos mil años, intentamos cumplir. De hecho, la Iglesia primitiva y la de los siglos sucesivos ha contribuido a cambiar el modo de pensar de mucha gente. Los pensadores cristianos han elaborado, desde los primeros siglos, una doctrina sobre la dignidad de la persona humana, que incluso hoy es revolucionaria.

Y, en la práctica, el cristianismo ha dado vida a lo largo de los siglos a una cantidad inmensa de instituciones profundamente humanas y humanizadoras en la defensa del hombre. Hoy encontramos normal que haya quien se ocupe de los enfermos, de los niños, de los ancianos. Quien conoce un poco la historia, sabe que no ha habido menesterosidad o limitación humana que no haya encontrado respuesta en la generosidad y creatividad cristiana. La lista de santos canonizados o no canonizados, promotores de obras sociales, sería interminable. Lo sigue siendo hoy. 

Siempre estamos tentados de egoísmo. Sería bueno que no separáramos los dos mandamientos del amor a Dios y al prójimo, que no olvidáramos lo de san Juan de la Cruz: “al atardecer de la vida seremos examinados del amor”.