+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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24 de octubre de 2009

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]a antiquísima ciudad Jericó está en el camino que va a Jerusalén, el camino que va haciendo Jesús con sus discípulos. En los domingos anteriores hemos podido contemplar la ceguera de los discípulos. A pesar de que Jesús le ha hablado sin tapujos de lo que le espera en Jerusalén, ellos están en otra honda. Como si Jesús quisiera abriles los ojos con un signo elocuente, el Evangelio de este domingo nos cuenta el episodio del ciego Bartimeo.

Siempre que leo este evangelio, recuerdo aquellos versos grabados en uno de los torreones de los palacios de la Alhambra, con toda la vista de la ciudad abajo y, más allá, dilatada y hermosa la vega granadina. “Dale limosna, mujer, / que no hay en la vida nada/ como la pena de ser/ ciego en Granada”.

Sabe Dios los años que llevaba Bartimeo sentado al borde del camino, pidiendo limosna. ¿Que otra cosa podía hacer un ciego en tiempos de Jesús? Quizá no había conocido nunca la alegría de la luz o, tal vez, la había olvidado hasta el punto de no conseguir poner imagen al canto de los pájaros, al rumor del agua en la fuente, al silbo del viento en las palmeras. Hasta es probable que no tuviera ni amigos, si acaso colegas de infortunio, vecinos de pobreza.

Tal vez, en alguna tertulia de vagabundos, de las que se forman al caer la noche, alguien ha hablado de Jesús de Nazaret, que hace prodigios y acoge con un cariño inusitado a cuantos se acercan a él. Quizá en su oscura soledad, en sus largas horas de silencio, Bartimeo se haya atrevido a soñar: “Si algún día ese Jesús pasara por aquí…”.

Pero quisiera detenerme aquí para pensar en otras cegueras que andan en franco crecimiento y de las que escasamente tomamos conciencia: Cuando no vemos a Dios por ninguna parte; cuando nos preguntamos si vale la pena seguir luchando; cuando nos sentimos desconcertados ante una imprevista enfermedad o un revés de fortuna; cuando nos asalta la duda de si vale la pena seguir en esta Iglesia, si tiene alguna utilidad mi sacerdocio, si no sería mejor divorciarnos; cuando siento la tentación de arrepentirme de los escrúpulos que me impidieron entrar en aquel negocio tan poco limpio como prometedor…¿Qué hacer en esta situación de oscuridad? ¿Perder toda ilusión y dejar que envejezca el espíritu?

Llegó la hora -¡bendita hora!- para Bartimeo. Empezó siendo un rumor lejano, luego bullicio, voces de mucha gente cada vez más cerca, y alguien que dice de pronto: ¡Es Jesús! Y el corazón de Bartimeo latió fuerte y gritó: “¡Ten compasión de mí!”. La nota triste del episodio, que debería hacernos pensar, la ponen los que van junto a Jesús: “Le regañaban para que se callara”.

Pero Jesús está atento y pide que se lo traigan. Y alguien que corre y le dice: “¡Ánimo, levántate, que te llama!”. (Jesús quiere una Iglesia atenta, capaz de dejarse interpelar por los gritos de los hombres que yacen al borde del camino).

Y ya sabemos lo que pasó: Bartimeo soltó el manto, dio un salto, se encontró con Jesús. Es como una escena bautismal, pues sabemos que los nuevos bautizados se quitaban el vestido viejo para vestir uno blanco; que el bautismo que llamaban “iluminación”. Jesús mirando a sus ojos cerrados, le pregunta -“¿Qué quieres que haga por ti? – ¡Señor, que vea! Es la pregunta que nos hace a todos los que andamos a cuestas con nuestras cegueras. ¡Y admirable oración la del ciego!: `¡Señor, que vea!´». Bartimeo empezó a ver y le seguía por el camino. Es la historia de Jesús que continúa caminando por nuestra historia, andando por nuestros caminos, que sigue salvando y dando luz.

Permítaseme acabar con la petición que San Pablo hacía para una de sus comunidades: “Que Dios abra los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los que le siguen, cuán grande es su poder para con nosotros, como lo manifestó en Cristo arrancándolo de las tinieblas del sepulcro y llevándolo a la luz inmortal…”

Y no olvidemos que no haya peor ciego que el que no quiere ver.