+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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27 de octubre de 2012

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]J[/fusion_dropcap]esús va camino de Jerusalén. En el clima confidencial del camino les habla sin tapujos a sus discípulos de lo que le espera. Los tres anuncios de la Pasión chocan con una especie de ceguera interesada. Los discípulos están en otra onda. Es seguramente la ceguera que el evangelista encontraba en sus contemporáneos cuando componía el Evangelio; la misma que quizá sigue encontrando en muchos de nosotros. El Evangelio, como si quisiera abrirnos los ojos a los oyentes de ayer y de hoy, nos cuenta el episodio del ciego Bartimeo, acaecido en las afueras de la antiquísima Jericó, etapa última en la subida a Jerusalén.

¿Quién es ese extraño personaje conocido como Bartimeo? Ciego y mendigo. Ni siquiera sabemos su propio nombre. ”Bar” en arameo significa “hijo de”: el hijo de Timeo. Un hombre sin nombre no es más que un número en la masa. Está en las afueras de Jericó, pidiendo limosna al borde del camino. ¿Qué otra cosa podía hacer entonces un ciego? Tal vez sus ojos no habían conocido nunca la alegría de la luz o, tal vez, acostumbrados a la oscuridad, ya ni siquiera podían poner imagen al canto de los pájaros, al rumor del agua en la fuente o al silbo del viento en las palmeras.

Siempre que he comentado este evangelio no he podido resistirme a recordar los versos grabados con admirable oportunidad en uno de los torreones de la Alhambra, con la vista de la ciudad abajo, extendida hasta confundirse con el verde de la vega granadina: “Dale limosna, mujer, / que no hay en la vida nada/ como la pena de ser/ ciego en Granada”.

Y he recordado la novela de Saramago, que relata, como en una parábola de la sociedad, la extraña ceguera blanca, que, como un mar de leche, se extiende de manera rápida, azotando a todo un país, hasta llenarse las calles de ciegos, que, a medida que aumenta el temor y la crisis, irán cayendo en las situaciones más miserables en todos los sentidos.

El texto evangélico invita a pensar en tantas cegueras de las que escasamente tomamos conciencia: la de los que dicen que no ven a Dios por ninguna parte; la de quienes se preguntan si la vida tiene algún sentido, si merece la pena seguir viviendo, luchando; la del desconcierto ante una enfermedad imprevista o un revés de fortuna; la que embarga a algunos cuando les asalta la duda de si vale la pena continuar creyendo y esperando o seguir atado a esta mujer, a este hombre, a esta vocación; la que empuja a traicionar la conciencia ante el negocio sucio o ante el soborno. Tantos ciegos que están ahí, al borde de nuestros caminos, en los que ni reparamos.

¿Ha tenido Bartimeo alguna noticia sobre Jesús? Tal vez, en alguna tertulia de vagabundos, de las que se forman al caer la noche junto al fuego, alguien ha hablado de Jesús de Nazaret, que hace prodigios y acoge con un cariño inusitado a cuantos se acercan a Él.

La cosa empezó siendo un rumor confuso, lejano; luego bullicio, voces cada vez más cercanas y más perceptibles; y alguien que dice de pronto: “¡Es Jesús, el Nazareno!”. Y el corazón de Bartimeo que empieza a latir fuerte, y lanza un grito que brota de su inmensa pobreza, un grito de fe mesiánica: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”.

La nota triste del episodio, que debería hacernos pensar, la ponen los que van junto a Jesús: “Le regañaban para que se callara”. ¡Cuantas veces. Dios mío, paso sin prestar atención a tantas cegueras del cuerpo y del espíritu, a tantos que gritan desde el silencio al borde de mis caminos, y que no quiero que me molesten!  

Decíamos que Bartimeo, sin nombre, es como un número en la masa. Pero no es esa la perspectiva de Dios, que, como dijo alguien con humor, no sabe de matemáticas, sólo sabe contar de uno en uno. Dios no crea en serie, para Él cada uno es único y personalísimo. Así actúa Jesús: está atento, escucha, ve y pide que traigan al ciego. Y alguien que corre y le dice: “¡Ánimo, levántate, que te llama!”. Jesús nos quiere atentos, capaces de dejarnos interpelar por los gritos de los hombres.

Bartimeo soltó el manto, dio un salto, se encontró con Jesús. Es como una escena bautismal, pues sabemos que los nuevos bautizados se quitaban el vestido viejo para vestir uno blanco; que el bautismo se llamaba “iluminación”. Es una experiencia pascual. Jesús mirando a sus ojos cerrados, le pregunta: -“¿Qué quieres que haga por ti?”. – “¡Señor, que vea!”. Es la pregunta que nos hace a todos los que andamos a cuestas con nuestras cegueras. ¡Y admirable oración la del ciego! : “¡Señor, que vea!”. Bartimeo empezó a ver y le seguía por el camino.   

Estamos celebrando el “año de la fe”. En mi carta pastoral digo que “la puerta de la fe está abierta siempre que el hombre se sitúa ante la realidad y ante sí mismo con humildad, aceptando su propia finitud, abriendo el corazón, dejando camino libre a la gracia de  Dios”. ¡Qué bueno si fuéramos capaces de desprendernos de los mantos de las autosuficiencias y el orgullo, si reconociéramos nuestras cegueras blancas o negras e hiciéramos nuestra la oración de Bartimeo! “¡Señor, que vea!”. 

Permítaseme acabar con la petición que San Pablo hacía para una de sus comunidades: “Que Dios abra los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los que le siguen, cuán grande es su poder para con nosotros, como lo manifestó en Cristo arrancándolo de las tinieblas del sepulcro y llevándolo a la luz inmortal…”.

Y no olvidemos que no hay peor ciego que el que no quiere ver.