+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
|
26 de octubre de 2013
|
71
Visitas: 71
[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]H[/fusion_dropcap]ay personas que se dicen religiosas porque adoptan un código minucioso de reglas y de ritos que cumplen a rajatabla. Es como si utilizaran tal sistema para cerrarse en la propia suficiencia y, así, tranquilizar la conciencia. Pero una tal relación con Dios no sólo está falseada en su misma entraña, sino que, además, vierte esas toxinas contaminantes en las relaciones con los demás distorsionándolas. La oración puede degenerar, sin que nos demos cuenta, en evasión egoísta y alienante. No es frecuente, pero puede darse el caso de personas que, a pesar de que nunca dejaron la oración, nunca consiguieron superar egolatrías, suspicacias, maledicencias, incapacidad de estimar y servir a los otros.
Las personas auténticamente religiosas saben que no son perfectas, tienen una aguda percepción de sus limitaciones, no buscan obsesivamente justificarse, sino que se confían humildemente a la misericordia de Dios. Cuando uno se sitúa con humildad ante la Palabra de Dios ésta puede convertirse en caricia que consuela y alienta o en bisturí que saja nuestras hinchazones ególatras. La oración es la mejor terapia preventiva frente a autoengaños y autosuficiencias.
Dos tipos de religiosidad, dos tipos de personas, dos figuras concretas y emblemáticas, retratadas con admirable precisión en el Evangelio de este domingo. Lo vemos en una de las parábolas más conocidas, contada por Jesús para algunos «que se tenían por justos y despreciaban a los demás». Es una enseñanza transparente, con un limpio y provocativo mensaje para todos, para ayer y para hoy.
«Dos hombres subieron al templo a orar; uno era un fariseo, el otro, un publicano». El primero era un experto en la ley y, por tanto, con fama de hombre sabio y piadoso. El segundo, por el contrario, cargaba con el sambenito de infiel y descreído. La misma postura del cuerpo de uno y otro revela la actitud del corazón:
«El fariseo, de pie, oraba para sí de esta manera: ¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias». Este sujeto aparece como alguien vuelto sobre sí mismo, recreado en su propia autocomplacencia. Con su actitud revela una grave patología religiosa. ¿Se puede rezar recitando esa petulante letanía de «yo…yo…yo»? ¿Se puede dar gracias a Dios colocando el propio yo en el puesto de Dios, juzgando y despreciando a los otros, sentándolos sin piedad en el banquillo de los acusados? El tumor que contamina esta farsa de oración es la hipocresía, que reduce la auténtica religión a fría contabilidad.
No es necesario ser un avezado psicólogo para averiguar que el fariseo de la parábola, en el fondo, se daba culto a sí mismo; sutilmente hace una transposición de su «yo» a su imagen prefabricada de Dios sobre la que proyectaba su autosuficiencia y orgullo. Nimbado por el aura de sabio y piadoso, probablemente nunca salió de sí mismo, de su círculo egocéntrico. Nunca supo de la ternura y misericordia de un Dios que es amor y gratuidad.
Cuando uno se sitúa en la posición del fariseo olvida su condición de criatura, de hijo de Dios, que «todo es gracia», como decía Bernanos. Es el camino más directo para acabar convirtiéndose en acaparador de derechos, olvidando que deberíamos ser, ante todo, cultivadores de gratitudes. La consecuencia es el endurecimiento, la autosuficiencia arrogante, la incomprensión, la insolidaridad. Utilizar la religión para auto-justificarse es la más perversa manipulación de lo religioso.
«El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador». En su oración humilde ha aprendido la suprema sabiduría de vaciarse de sí mismo. Seguramente sus pecados eran tan graves como reales; pero tenemos la impresión de que este hombre ha recuperado la transparencia de la infancia, la verdad más genuina del hombre; está en sazón para experimentar el gozo de la gracia; empieza a ser una figura cincelada por el espíritu de las bienaventuranzas; su pobreza le ha hecho un aristócrata del espíritu.
«El hombre que tiene como meta última su propia perfección, jamás encontrará a Dios; pero el que tiene la humildad de dejar que la perfección de Dios actúe en su propio vacío… será siempre un justificado por Dios» (H.U.Von Balthasar).
Jesús cierra la parábola con este agridulce comentario:»Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se enaltece, será humillado; y el que se humilla, será ensalzado».
Tiene razón quien dijo que «el único ídolo que de verdad disputa palmo a palmo el Reino de Dios sobre el corazón del hombre es el hombre mismo«.