+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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13 de octubre de 2018

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Ya conté en otra ocasión el duro reproche de la sentenciosa Mafalda, la de los tebeos, a su egoísta amigo Manolo: “Manolo, recapacita, que en el vida no sólo existen las monedas”. A lo que Manolo, tras un breve silencio, respondió: “Es verdad, también existen los cheques”

Con lo anterior no quiero decir que la riqueza sea en sí misma un mal. En el Antiguo Testamento aparece, unas veces, como signo de bendición divina, y otras, como premio a la laboriosidad y al ingenio. El dinero puede cambiar en sonrisas el llanto de un hermano, contribuir a la creación de puestos de trabajo, al desarrollo de la ciencia, a restablecer, aunque sólo sea en un rincón del mundo, la justicia mediante una honesta distribución de bienes. El “vil” dinero, convertido en amor, puede hasta convertirse en gracia, en fuente de alegría para quien lo recibe y, más todavía, para quien lo da. Lo que pasa es que cuando el hombre no se da cuenta de que es sólo un medio para conseguir “otra” riqueza más alta, para hacer su vida más libre y más humana, entonces se desmorona toda la jerarquía de valores, se convierte en “fin” lo que sólo era un “medio”. Ante ese “medio” se arrodilla la humanidad, como si fuera el becerro de oro, después de haber fundido en él cualquier otro ideal ético.

El hombre rico del que nos habla el evangelio de este domingo era un tipo práctico; le preocupaba el tema de la salvación, y va directo al grano: ¿Qué tengo que hacer para conseguir la vida eterna? Jesús le recuerda una extraña lista de mandamientos. Y digo extraña porque omite los primeros, precisamente los que hacen referencia a Dios, como si quisiera darle a entender que en el amor al prójimo es como se prueba nuestro amor a Dios. Incluso añade significativamente uno que no está en el decálogo, pero que puede resumir a los demás: “no hagas extorsión a nadie”.

El hombre responde: “Todo eso lo he cumplido desde mi juventud”. Nos encontramos, pues, ante un hombre aparentemente recto, responsable, cumplidor de la ley. Jesús ni siquiera contradice la sinceridad de sus palabras. Pero la historia no acaba aquí.

Jesús le dice: “Una sola cosa te falta: Ve, vende todos tus bienes, repártelos entre los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme”. Es una nueva exigencia que va a poner al descubierto el fondo de su ser: si es libre o esclavo. Porque creemos que somos dueños de las cosas, pero en realidad son las cosas las que, con mucha frecuencia, nos poseen a nosotros. Prisioneros de los bienes materiales, andamos atados de pies y manos. Y así no sólo es difícil ser cristiano, es difícil ser hombre. 

“Ante estas palabras, el hombre frunció el ceño y se marchó triste, porque era muy rico”. No juzguemos demasiado pronto a esta persona, porque, si nos examinamos despacio, es posible que nos veamos retratados en ella, aunque se nos llene la boca con ideas tan bellas como la de la opción por los pobres. ¿Quiénes de nosotros no hemos deseado alguna vez seguir en serio a Jesús? Pero qué pocos están dispuestos a pagar el precio. 

La tristeza de este individuo es elocuente; tiene bienes en abundancia, pero no es feliz. ¿No es ésta la imagen de nuestro mundo occidental, tan rico y, a la vez, tan triste? Es que no se puede ser feliz de verdad sin intentar que los demás lo sean. La tristeza de su rostro quizá fuera también el signo de que había sido tocado por la gracia, pues hasta ese momento seguramente era inconsciente de la carencia esencial que arrastraba, de su dependencia de las riquezas. Ahora sabe, al menos, que su vida podía tener otro destino más alto. La tristeza puede ser sanadora y positiva si pone al descubierto nuestros engaños o nuestras torpezas. 

El mapa de la pobreza, a nivel mundial, resulta dramático. Está por hacer una más justa distribución de los bienes. Lo sabemos. ¿Notendrá que ver esto con las ataduras de nuestro corazón? Porque podemos hacer sabios diagnósticos sobre las causas de la pobreza, sobre la globalización y las leyes del mercado, tan materialistas, pero, en el fondo, todo se cuece en el corazón del hombre.

Me acuerdo de Francisco de Asís. Cuenta con humor que se desposó con una joven a la que nadie pretendía: la “madonna pobreza”. Y —¡paradojas de la vida!— de este modo encontró la senda de la perfecta alegría, se convirtió en el “hermano universal”.