+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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9 de octubre de 2010

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Por los años cuarenta, el teólogo De Lubac, escribiendo sobre “el Drama del humanismo ateo” formulaba una afirmación que se ha hecho clásica: “No es verdad que el hombre no pueda organizar la tierra sin Dios. Lo que es verdad es que sin Dios no puede organizarlo en definitiva más que contra el hombre”.

Con lo anterior no se quiere negar lo que afirmaba, hace unos años, otro eminente y cualificado católico: que “hay ateos que chorrean palabra de Dios”. Como puso de relieve G. de Cardedal en “La gloria del hombre”, algunos de los mejores intelectuales de la primera mitad del siglo pasado, que no fueron miembros de la Iglesia ni ortodoxamente creyentes, vivieron la nostalgia de la fe y manifestaron su admiración por quienes eran capaces de conciliar una confesión creyente y una creatividad científica. Habían convivido con las grandes creaciones del espíritu cristiano y sabían qué extensión de alma había creado la fe, qué ascensiones había provocado y a qué niveles de profundidad había hecho descender al hombre para mirar desde allí la grandeza de Dios y su propia grandeza humana.

Le sorprende, por eso, al teólogo con qué ligereza y trivialización da por supuesto hoy cualquier comentarista de turno que un hombre moderno e intelectualmente informado, que apuesta por el futuro, no pueda ser ya creyente lúcido. La verdadera cultura es, así lo creemos, la que descubre al hombre sus cumbres necesarias, la capacidad para superar esa especie de ley de gravedad que tira de nosotros hacia abajo y la posibilidad de abrir las alas hacia lo alto y hacia adelante. La verdadera cultura cultiva al mismo tiempo la conciencia de los límites y las posibilidades de vuelo. Eso difícilmente lo logra una cultura que clausura al hombre en sí mismo, en su autosuficiencia, en una libertad que no tiene que dar cuenta de sí, sino sólo de la satisfacción del instante o del interés inmediato y personal.

El secularismo actual está dando lugar a que muchos tengan una  visión plana, puramente horizontal de la realidad. Al prescindir de Dios, el hombre se considera el único dueño de su vida hasta tal punto de creer que a nadie fuera de sí mismo debe nada. Más que “pastor del ser” y velador del la verdad del hombre, se siente su dueño y, por tanto, con la capacidad de determinarla a su real gusto y medida.

Los cristianos creemos, por el contrario, que nuestro ser, nuestra vida y nuestra dignidad son un don gratuito de Dios, que nos ha creado y redimido. En ese sentido afirmaba Bernanos que “todo es gracia”, Por eso, en justa correspondencia, cada domingo, en el prefacio de la misa, cantamos agradecidos por los dones de la creación y de la redención.

Cuando se quiebra la dimensión vertical, que refiere nuestra vida “al Otro”, y el hombre se constituye en centro único de sí mismo, queda dañada también la misma relación horizontal con “los otros”. ¿Podrá ver el hombre, cuando queda clausurado en su propio egoísmo, que en el pan que come cada día, en la casa que habita, en los vestidos que usa o en el asfalto que pisas hay esfuerzo, sudor y vida de muchas personas?

Reflexionado ahora a ras de tierra, ¿no nos duele cuando se rompen o maltratan las cosas que la sociedad nos ofrece para uso y disfrute de todos? No es sólo lo que supone para el erario público común; es, sobre todo, la quiebra que revela en la conciencia de los autores. El respeto a la vida, a los otros y a las cosas tendría que convertirse en un permanente canto de gratitud a Dios y a los demás.

Me sugería estas reflexiones el evangelio de este Domingo, que de gratitudes va: Al entrar Jesús en una aldea le salieron al encuentro diez leprosos, que, a distancia, le gritaban: “Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros”. Sabemos bien de la exclusión que la lepra comportaba en aquella sociedad de entonces. Jesús curó a los diez, pero sólo uno volvió para dar gracias. Era, por cierto, un samaritano. No es extraño que el Señor acusara el golpe: “¿No eran diez los curados?; los otros nueve, ¿dónde están?Pocas veces, quien recibe lo que no merece, agradece lo que recibe”, escribió sabiamente Quevedo.

Me pregunto cuál sería hoy el porcentaje de los que se reconocen deuda con Dios y con los demás y, en consecuencia, dispuestos a volverse para dar gracias. No es bueno ir por la vida pensando que a nadie debemos nada y que a todo tenemos derecho. Primero, porque no es verdad. Segundo, porque si creemos que tenemos derecho a todo, estaremos tentados a convertir los derechos de uso en derecho de abuso.

Francisco de Asís, cuya fiesta hemos celebrado hace unos días, en el “Canto al hermano sol” no hacía otra cosa que “dar gracias por el regalo de todas las criaturas”. De todas se sentía radicalmente hermano.

Ahora que los escolares acaban de empezar un nuevo curso ¿no os parece que aprender a “dar las gracias” debería de ser una capitulo importante de la más elemental educación?