+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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8 de octubre de 2011

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l cristianismo, antes que un conjunto de verdades a creer o unos principios de moral a observar, es una historia de amor, un proyecto nupcial. Tenerlo en cuenta mejoraría nuestra concepción de la fe y, sobre todo, nuestra manera de relacionarnos con Dios. Las relaciones de Dios con la humanidad se definen de un extremo a otro de la Biblia en términos de alianza. Por eso, la imagen de las bodas atraviesa como una columna vertebral toda la Sagrada Escritura.

Una boda es siempre un acontecimiento importante. En el mundo hebraico era la fiesta por excelencia. Y lo era no sólo porque los festejos se prolongaban durante varios días, sino porque se trataba de lo más bello y más grande que los hombres podían celebrar: el amor y la vida. El banquete era la expresión del gozo compartido.

De bodas va la parábola que escuchamos en el evangelio de este domingo: Un rey que celebra los desposorios de su hijo e invita a sus amigos a participar en el acontecimiento. Si recibiéramos una invitación así, seguro que nos sentiríamos tan honrados que correríamos a contárselo a nuestros vecinos. 

El que invita en este caso es Dios mismo. Invita a participar en el desposorio de su Hijo con la humanidad: En Jesús, Dios se ha hecho lo que somos para hacernos partícipes de lo que Él.

Dios, que para llevar adelante sus proyectos cuenta siempre con el hombre, eligió al pueblo de Israel para, desde él, hacer llegar su mensaje a todos los pueblos. Por eso, los miembros del pueblo elegido eran los primeros destinatarios de la invitación.

Seguimos el relato: Cuando se acerca la fecha de la boda, el rey envía a sus criados con la invitación: “Venid a la fiesta, todo está preparado”. Pero ¡qué decepción! No se dan por enterados. Por eso envía de nuevo a los criados con el mismo recado. Los invitados, dice el texto, siguieron sin enterarse o sin querer enterarse, amparándose en las más variopintas excusas: Unos se tenían que ir al campo, otros, a sus negocios. Incluso hubo invitados que cogieron a los criados y los maltrataron hasta darles muerte.

Probablemente la narración se redacta sobre el rechazo de la fe por parte de la sinagoga y sobre la experiencia de las primeras persecuciones contra los cristianos dentro del ámbito judío. Y es importante el contexto polémico en que seguramente Jesús la pronunció, pocos días antes de su pasión, cuando su muerte estaba ya decidida en la sombra por los jefes del pueblo. Las bodas de amor acabarían siendo bodas de sangre. La sangre que rubricaría un amor sin medida, “sangre de la nueva y eterna alianza”.

La descripción de los invitados es curiosa y actual. El texto distingue dos clases: Los negligentes, aquellos de los que se ha apoderado la indiferencia o priorizan otros intereses, actividades o gustos inmediatos y aquellos que rechazan conscientemente, hasta de manera violenta la invitación, como si les estorbara a sus planes y proyectos.

Seguro que, entre nosotros, escucharíamos excusas parecidas no sólo para no participar en la Eucaristía dominical, sino para excusarnos del compromiso social con los pobres. “Es mi día de caza”. “Tengo partido de tenis”. “Hay que ir al supermercado”. “Que en vez de pedir, trabajen como…”. No te digo si preguntas a un joven que ha pasado la noche en la discoteca o de botellón. Y tampoco faltarían las respuestas agrias y violentas. Preguntadles a los jóvenes de la JMJ.

Entonces el amo dijo a sus servidores: “El banquete está preparado. Salid a los caminos, y a todos los que encontréis invitadlos a la boda. Y la sala del banquete se llenó de convidados”.

Decía que en el trasfondo de la redacción está, sin duda, el rechazo de la fe por parte de la sinagoga, quizá también la destrucción de Jerusalén en el año 70 y la expansión misionera con nuevos y variopintos discípulos que, provenientes, en general, de los más bajos estratos sociales, han comenzado a formar pequeñas comunidades cristianas. El final del relato, tan desconcertante, bien pudiera aludir a quienes, entusiasmados con el evangelio, se han decidido a participar en la boda, han entrado en las comunidades, pero, luego, no llevan traje de fiesta, no se han revestido del hombre nuevo. ¿Podría aplicarse hoy a quienes piden sacramentos más por costumbre social que por el sentido hondo de lo que se celebra? Hoy, en bodas y comuniones, no faltan los trajes vistosos, pero cuántas veces la fiesta ni siquiera toca la periferia del alma.

La invitación de Dios sigue siendo actual. A cada uno nos ha escrito una carta de amor. ¿Somos conscientes de que hay un sitio preparado para nosotros en el servicio al reino de Dios, en la mesa de la Eucaristía, en el servicio de la caridad?

Nuestra Iglesia vuelve a oír hoy: “¡Salid a los cruces de caminos, y a todos los que encontréis invitadlos!”. No vamos con una imposición, sino con una Buena Noticia y una invitación. Y que quienes hemos aceptado la invitación no olvidemos el “vestido de la fiesta”.