+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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6 de octubre de 2012
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Los analistas sociales constatan que en la vieja Europa crece a pasos agigantados un tipo de hombre al que los sociólogos ya le han puesto mote: el hombre desvinculado. Es el hombre sin vínculos de religión, de tradición o de elección, cuyo supremo criterio de comportamiento sería hacer lo que le apetece; sus compromisos, si así pueden llamarse, estarían supeditados a sus gustos o intereses.
Preferiría que se equivocaran los sociólogos, pero me temo que no sea así, y que ello explique la fragilidad con que se rompen vínculos que tendrían que ser tan hondos como los del matrimonio. ¡Con qué facilidad se pasa hoy del no puedo vivir sin ti al no puedo vivir contigo! De los matrimonios que se hacen, parece que andan por el sesenta y cinco por ciento los que acaban en ruptura.
Creo también que en nuestra sociedad tiene prisa por iniciar a las personas en la práctica de la sexualidad, de una sexualidad servida en barra libre, pero faltan espacios par educar en la belleza y la hondura del amor verdadero. Del rigorismo negativo de épocas puritanas, hemos pasado a la renuncia de cualquier norma que no exalte el haz lo que quieras y lo que te apetezca.
Viene todo lo anterior a cuenta de lo que escuchamos en el Evangelio de este domingo: “Acercándose unos fariseos, le preguntaron a Jesús para ponerlo a prueba: ¿Le es lícito al hombre repudiar a su mujer?”. Una cuestión insidiosa, pues cualquiera que fuese la respuesta de Jesús le pondría contra las cuerdas de la opinión pública. Se trataba, al parecer, de una cuestión candente, una de esas cuestiones ante la cual nadie es neutral.
Él les replicó: “¿Qué os ha mandado Moisés?”. Contestaron: “Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla”. Moisés, según la opinión mayoritaria de los estudiosos, no habría hecho otra cosa que retomar el uso común en su tiempo, en que la poligamia y el divorcio eran habituales. A falta de algo mejor, intentó remediar los caprichos arbitrarios estableciendo un procedimiento con el que limitar el mal, obligando a cumplir unas formalidades precisas. Ello dio lugar a aplicaciones e interpretaciones diversas. Según las escuelas de los maestros más rigoristas, para despedir a la esposa se necesitaba que mediara una falta grave, como el adulterio. En cambio, las escuelas menos rigoristas incluían otras muchas posibilidades, como, por ejemplo, que la mujer se dejara quemar la comida o simplemente que el esposo encontrara otra más atractiva. La mujer, como siempre, era la perdedora.
Jesús les dijo: “Por la dureza de vuestro corazón dejó escrito Moisés este precepto. Pero al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne… Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. (La palabra griega con que el Evangelio expresa la dureza del corazón es “esclerocardía”: una enfermedad del corazón bien extendida, que incapacita para amar al otro).
Una vez más, Jesús no se expresa en términos de moral, de lo prohibido o lo permitido. Frente a la concepción del amor que nos puede ofrecer un maestro de la Ley, una artista de cine o una canción, Jesús, apelando al texto del Génesis, nos llama la atención, recordándonos que Dios tiene una concepción del amor expresada en la creación.
Nunca acabaremos de comprender la admirable afirmación de los primeros capítulos de la Biblia: Creó al hombre y a la mujer a imagen y semejanza suya, hombre y mujer los creó…; y serán los dos una sola carne”. La complementariedad de los sexos es también voluntad de Dios, inscrita en la naturaleza del hombre y la mujer.
Al alba de la creación, la revelación de Dios nos muestra que la creación del hombre y la mujer “a su imagen” tiene como fin un misterio de alianza, ser icono del Dios que es amor, fuente de unidad y vida para el mundo.
Sólo Dios puede hacer realidad lo que nos parece imposible. El sacramento del matrimonio es un misterio de gracia, capaz de curar la dureza del corazón del hombre, su “esclerocardía”, y, así, poder amar como ama Dios. Pero ello necesita del concurso y la colaboración humana. La indisolubilidad es la tendencia más profunda de todo amor verdadero. El matrimonio no es indisoluble porque lo diga la Iglesia, sino porque lo pide y exige el amor. Ello, sin embargo, no nos permite juzgar o condenar a los matrimonios en dificultades o rotos, y tampoco nos impide que existan salidas de emergencia para situaciones que son insoportables. Lo que es más difícil de entender es que, en determinados ámbitos, el fracaso del amor se nos venda como apuesta de futuro y progreso, mientras se descalifica el amor duradero como rémora de un pasado tenebroso.
Recuerdo que hace años una profesora de universidad, experta en temas matrimoniales, manifestaba desde su experiencia que el divorcio puede solucionar un problema, pero que lo más frecuente es que cree cien. A lo mejor lo realmente progresista es volver a descubrir la hondura y la belleza del amo verdadero, su capacidad de entrega, de gratuidad y de perdón.
+Ciriaco Benavente Mateos
Obispo de Albacete