+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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2 de octubre de 2010
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]J[/fusion_dropcap]esús había hablado a sus discípulos sobre la gravedad del escándalo. Les había aleccionado sobre la corrección fraterna y sobre el perdón sin límites. Ellos se sentían tan pobres, tan incapaces de estar a la altura del mensaje de Jesús que les brotó casi espontánea la petición. “Señor, auméntanos la fe”.
El evangelista, al utilizar la palabra “Señor”, más propia de la perspectiva post-pascual que de la histórica –“Señor” es el título privilegiado para designar al Resucitado-, no sólo tiene en cuenta las dificultades con que chocaba la fe de los “Doce” en el seguimiento de Jesús, sino también la de los cristianos de la hora en que se escribe el Evangelio, sacudidos por la tentación de la impotencia para cambiar el mundo circunstante, para vivir en radicalidad el mensaje de Jesús en medio de un contexto pagano. Es una tentación semejante a la que vivió el profeta, cuyo texto leemos en la primera lectura: “¿Hasta cuándo clamaré, Señor sin que me escuches? ¿Te gritaré: “Violencia”, sin que me salves? ¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencia y catástrofes, surgen luchas, se alzan contiendas? La respuesta que recibió entonces el profeta fue ésta. “El injusto tiene el alma hinchada, pero el justo vivirá por su fe”.
La respuesta de Jesús a los Apóstoles fue todavía más fuerte: “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería”. Es evidentemente una manera de invitar a poner una confianza sin límites no en nuestras fuerzas –“somos pobres siervos” – sino en el Señor que todo lo puede.
La fe de que se nos habla no es una fe prepotente, sino una fe humilde como el grano de mostaza, la más pequeña de todas las semillas, tan pequeña como la cabecita de un alfiler. Es la fe que es acogida como un don, no como una conquista. Por eso, no se parece en nada a la fe de los fundamentalistas o de los integristas, que convierten la religión en matriz de intolerancia al pretender imponerla por la fuerza de la espada. Tampoco se parece a la fe descolorida y tibia de quienes están prontos a abandonar las creencias cuando no favorecen las propias expectativas, la carrera o la fama. Lo uno y lo otro son peligros ante los que conviene estar siempre en guardia.
La fe de que Jesús habla equivaldría a la fe que nos impide arrogarnos el derecho de sentirnos dueños de nada ni de nadie, sólo servidores. A eso parece que apunta la explicación con que Jesús completa su enseñanza, y que habla del servicio humilde. Servicio, que no esclavitud. (La forma más alta de libertad se da cuando ésta es capaz de entregarse por amor, como hizo María: “Aquí está la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra”). Cuando esto acontece el Señor puede hacer cosas grandes con lo poco que somos, como cantó María en el Magnificat.
La fe de que se nos habla es la que vemos resplandecer en los santos de todas las épocas: Sin más poder que un amor agradecido, con una confianza sin límites en la fuerza de Dios que resplandecía en su pequeñez y pobreza fueron capaces arrancar moreras y plantarlas en el mar de lo humanamente imposible.
Lo de “si tuvierais de como un grano de mostaza” puede tener aplicaciones hasta en las situaciones más prosaicas de la vida. Me acuerdo de aquel muchacho que no quería ir a las reuniones porque eran cosa de curas. El responsable del grupo, en contra de la voluntad del consiliario, le propuso decir unas palabras sobre la amistad. Era una forma de incorporarle al grupo, de expresar la confianza en él, de que empezara a darse a los demás. Algunos años más tarde, aquel mismo joven hacía vibrar, cantar y rezar a cientos de muchachos. ¿No tendremos, a veces, que pedirle perdón al Señor por no haber tenido fe en las personas, ni siquiera como un grano de mostaza?