|
1 de octubre de 2011
|
4
Visitas: 4
Estamos en plena época de la vendimia. La recogida de la uva tiene siempre el sabor agridulce de este fruto de nuestros campos, pues viene siempre acompañada por una mezcla de ilusiones y decepciones. No siempre el esfuerzo viene acompañado por el resultado de la cosecha, unas veces por unas lluvias a destiempo, una tormenta de “pedrisco” veraniego o alguna plaga inoportuna, otras veces por un descuido en el tiempo de la poda o en el riego y a veces sin saber por qué la uva no es buena o es escasa.
La “viña” forma parte del paisaje y de la cultura mediterránea. En la tradición judía adquirió un simbolismo religioso: “La viña del Señor es la casa de Israel”, canta el profeta Isaías en esa alegoría tan bonita que escuchamos hoy en la primera lectura. Dios es el viñador que trabaja con esmero y cuida con amor de su viña pero esta no da el fruto esperado; el Pueblo de Israel, no responde con el mismo amor, se ha alejado de Dios y ha producido “agrazones”, han cometido injusticias y crímenes. En definitiva, han roto la Alianza con Dios.
En un primer momento parece que el Viñador decide dejar la viña abandonada a su suerte. Pero no es así, volverá a intentar y a intentar repetidas veces recuperar la confianza de su Pueblo para que recapacite y vuelva a Él. Así lo atestiguan los profetas sucesivos, que muestran a un Dios de entrañas compasivas, en contraste con la dureza de corazón de Israel.
Jesús precisamente usa en el evangelio de hoy la imagen de la viña, bien conocida por sus paisanos. Y la usa estando en el templo de Jerusalén, lugar donde se hace memoria permanente de la Alianza y las promesas de Dios, para contar dos parábolas (y esta es la segunda de ellas) dirigida a los líderes religiosos de su tiempo. Estos son los labradores a los que el dueño encargó el cuidado de la viña. Pero ellos se la han apropiado para su provecho y van eliminando a los criados que el dueño va mandando para recoger los frutos: así Jesús recuerda el trato que recibieron los enviados de Dios por parte del pueblo, encabezado por sus dirigentes.
Pero la parábola crece en dramatismo cuando al que asesinan es al hijo del dueño, premonición del final trágico de Jesús. Es el colmo del desprecio a la voluntad de Dios: otros se han puesto en su lugar, se creen dueños y señores de su salvación y justifican sus privilegios. Jesús con inteligencia hace esta pregunta a los sumos sacerdotes y ancianos “cuando el dueño de la viña vuelva, ¿qué hará con aquellos labradores?”, para hacerles llegar con sus propias palabras a esta conclusión: la salvación de Dios es para todos, nadie puede secuestrar su voluntad de que todos encuentren en él la vida en abundancia; quedan fuera del reino de Dios aquellos que se cierran en sus intereses egoístas, aquellos que viven una religiosidad vacía e individualista que, con la excusa de “ganarse el cielo”, los mantiene indiferentes ante los problemas de los demás.
Ese hermoso templo de piedra pierde su valor, porque en vez de ser signo de una respuesta sincera y vital a Dios es prueba de todo lo contrario: no hay lugar para Él, no se ha acogido el testimonio de su Hijo. Pero “la piedra que rechazaron los arquitectos es ahora la piedra angular”. Sobre esa roca de Jesús, de su Buena Noticia, se levanta un nuevo edificio: el mundo nuevo de aquellos que alaban a Dios acogiendo su amor y amando a los demás, de aquellos que celebran al Dios de la Vida favoreciendo la vida de los más débiles, de aquellos que invocan al Padre y crean fraternidad derribando los muros del odio y la injusticia.
Nuestros mayores dicen que antes la vendimia era como una fiesta, que marcaba el final de las cosechas veraniegas, el paso del verano al otoño. Era la fiesta de la vida que, a pesar de las dificultades, va saliendo adelante. Pero la actual crisis económica y de sentido de lo humano que padecemos han hecho de esta fiesta un duelo de lamentos y sinsabores, el recuerdo de que otro mundo es necesario. Un mundo que será posible en la medida en que cada uno de nosotros acojamos la propuesta que Dios nos hace y vivamos un estilo de vida más sencillo, en el que se cuiden los valores que nos hacen más humanos; en el que seamos capaces de crear auténticas comunidades cristianas donde la acogida y el compartir sean su seña de identidad; en el que se creen unas relaciones sociales solidarias y humanizadoras. ¿Vamos a despreciar también nosotros esta propuesta tan hermosa?
José Vicente Monteagudo Rodenas
Vicario Parroquial de San Sebastián de Villarrobledo