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17 de septiembre de 2011
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¡Qué soberano escándalo un Dios así! Si las parábolas de Jesús intentaban sorprender a su auditorio, esta de los jornaleros contratados para la viña lo consiguió y lo sigue consiguiendo veinte siglos después. El Dios que predicaba Jesús es un Dios escandaloso para los que pretendan guiarse por la lógica de la justicia humana. El profeta de Nazaret no paró de mostrarnos con sus palabras y con sus hechos que Dios es un exceso, un más allá de toda racionalidad humana, una locura de amor. Las cuentas con Dios nunca cuadran, nunca son justas, porque Dios no hace cuentas con el hombre: simplemente lo acoge, lo ama y lo perdona sin pedir nada a cambio. En muchos, esto provoca sorpresa; en otros, envidia malsana; no faltarán tampoco los que quieran domesticar este Dios excesivo haciéndolo pasar por normas y condiciones, por ritos y merecimientos. Unos y otros no han conocido al Dios de Jesús, no han leído en serio esta parábola.
Nadie que se acerque a Dios se encontrará simplemente con lo que merece. La experiencia de la fe es la del encuentro con Alguien que siempre nos pagará en exceso, dejando a un lado las cuentas y atento mucho más a nuestras necesidades que a nuestras capacidades. Unas veces nos tocará ser el hijo pródigo y otras el que se quedó en casa; unas veces seremos el que trabajó todo el día y otras que el apenas lo hizo una hora; la vida nos traerá momentos de plenitud en la entrega, pero también de parálisis, momentos de luz plena y momentos de dura oscuridad, de seguridades y de dudas. Y sin embargo es el mismo Dios el que nos aguarda en todas las ocasiones; y hará una fiesta en nuestro honor tanto si nos hemos ido como si hemos permanecido, nos pagará un denario tanto si hemos aguantado el bochorno día como si apenas ha sido la brisa del atardecer.
Un Dios así, aunque no lo parezca, es mucho más exigente que el que solemos tener en la cabeza, porque lo que nos exige es mucho más profundo: es reconocer que no está en nosotros ni en nuestros méritos el amor que nos tiene, es más, que no merecemos nada y sin embargo se nos acerca un Dios dispuesto a darnos todo. ¿Seremos capaces a creer en un Dios así? ¡Qué experiencia más humanizadora obtendríamos con una fe como esta! A nosotros, hijos de la civilización occidental orgullosa de sus logros, esto nos resulta especialmente difícil. Creer en el Dios de Jesús supone superar ese orgullo del que cree que ante Dios y ante sus semejantes se ha hecho merecedor de algo. Supone entrar en otra forma de ser, de entenderse a uno mismo y a la vida como lo que es: un regalo en manos del Dios de la vida.
Me pregunto cómo sería nuestra sociedad si fuésemos capaces imitar el escandaloso comportamiento del Dios de Jesús en las relaciones humanas, si fuésemos capaces de mirar al ser humano como tal y no como lo que es capaz de aportar, de dejarnos conmover por los que llevan “todo el día en la plaza porque nadie los ha contratado”. ¿Sería una locura reclamar que la justicia consiste no los cálculos equitativos sino en el amor sin condiciones? En una época de crisis como la nuestra nos acecha más que nunca la tentación de sacar nuestros pretendidos méritos: merezco porque soy español, merezco por haber cotizado, por haber trabajado, merezco porque hay un convenio, porque pago, merezco porque se firmó un concordato… “porque hemos aguantado el peso del día y el bochorno”. Puede que llevemos razón y de justicia será que recibamos. Pero nuestra sociedad sólo se parecerá al Reino de los cielos si es capaz de pagar a muchos otros que no tienen esos méritos. Y si no hubiera para todos, ahí estaremos nosotros para recordar con nuestras palabras y obras al Dios que es escandalosamente padre de todos los hombres y mujeres, no sólo de los que se lo han ganado.
¿Verdad que un Dios así es mucho más exigente? Sí, sin duda. Pero después de semejante parábola uno queda satisfecho al comprobar que el Dios que nos predicó Jesús es un Dios verdadero y no una proyección de nosotros mismos, siempre perdidos y esclavos de nuestros cálculos. Un Dios sorprendente, escandaloso, sí, ya que siempre sonará como un escándalo la invitación a comportarnos como humanos.
Antonio Carrascosa Mendieta
Párroco de San Roque de Tobarra