+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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15 de octubre de 2011

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Sin respeto a Dios no hay dignidad para el hombre

El contexto en que Jesús vivió era explosivo. La poderosa bota de Roma oprimía al pueblo judío provocando un malestar y una resistencia creciente. Había grupos radicales, los celotes, que se oponían incluso con violencia a la ocupación romana e invitaban a la gente a que se negara a pagar los impuestos. Había, como siempre pasa, los colaboracionistas, los herodianos, que se apoyaban en el pode romano para conservar sus privilegios. Y había quienes nadaban entre dos aguas; eran los fariseos, que habían llegado a un entente con tal de mantener una cierta libertad religiosa.

En este caso, fariseos y herodianos se ponen de acuerdo para tender a Jesús una trampa, probablemente con la intención de poder detenerlo. Lo hacen de una manera tan insidiosa y sutil que el halago tiene el corte de una daga afilada. “Maestro, nosotros sabemos que tú enseñas siempre la verdad, que eres hombre sincero que muestras el verdadero camino hacia Dios, que no te dejas influenciar por nadie, porque no haces diferencias entre la gente. Dinos:¿Es lícito pagar tributo al Cesar, sí o no?”. La pregunta, diabólica, quemaba por ambos extremos, porque, según fuera la respuesta, les daría motivos para acusar a Jesús o bien de rebelde contra Roma, o bien de enemigo del pueblo, de un pueblo esquilmado por el poder invasor con impuestos y cargas insoportables. La cosa no tenía vuelta de hoja. Cualquier opción que tomara, a derecha o a izquierda, le comprometía.

Es admirable cómo Jesús desenmascara la hipocresía de los interlocutores. Pide que le muestren una moneda. Se trataba de un denario de plata, que llevaba grabada la cabeza de Tiberio con una inscripción en que se le reconocía un carácter divino, como signo de soberanía absoluta.

“Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, les dice Jesús. En la respuesta se invita explícitamente a tener en cuenta a la autoridad establecida y a respectar sus derechos. Pero, a la vez, la contestación de Jesús introduce una distinción revolucionaria en el mundo antiguo: desacraliza la política y el poder al afirmar que el César es César, pero que no es Dios.

Hoy sabemos muy bien a qué extremos puede llevar el poder de este mundo cuando pretende erigirse en poder absoluto, suplantando incluso a Dios. Benedicto XVI, en su reciente visita a Alemania, se refirió Hitler como a un “ídolo pagano que pretendió sustituir al Dios bíblico, creador y padre. Y cuando no se respeta a ese Dios único, también se pierde el respeto por la dignidad del hombre”. La consecuencia fue la más abominable negación de los derechos humanos.

El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios lleva, por eso mismo, esculpida en su ser la efigie divina antes de que el César esculpiera la suya en las monedas. La afirmación de Dios como Dios es la salvaguarda y garantía más sólida de la dignidad de cada hombre y, muy especialmente, de aquellos que no son útiles ni rentables para la vida productiva, social o económica: los indigentes, los ancianos, los niños no nacidos o los enfermos incurables. 

El texto que venimos comentando es un texto luminoso, del que, a veces, hemos hecho una lectura sesgada. Arrastramos una inveterada tendencia a los reduccionismos: para afirmar el valor del cuerpo nos cargamos el espíritu; para valorar el cielo despreciamos la tierra. Y viceversa. Esta manera de distorsionar la realidad nos atraído no pocos quebraderos de cabeza.

Esa distorsión se da cuando el texto se interpreta como un reconocimiento al poder político de una suerte de autonomía casi absoluta, o como si Jesús pidiese a sus seguidores no tomar parte en los asuntos temporales despreciando las realidades cívicas o políticas. Jesús no pretende dividir la realidad en compartimentos estancos, como si los cristianos pudieran ignorar la realidad política, como si la religión debiera encerrarse en los templos, sin pretender influir en la calle, la ciudad, la familia, las leyes…

Hoy a algunos les resulta tolerable la presencia de la Iglesia mientras se limite a impartir sacramentos, incluso puede manifestarse en la calle siempre que se trate de conservar tradiciones y costumbres. Hasta se valoran positivamente determinadas instituciones de Iglesia promotoras de servicios sociales, sobre todo si se presentan en sociedad como exclusivamente humanitarias, no portadoras de elementos religiosos y transcendentes.

Afirmar a un Dios trascendente, que ha hecho al hombre a su imagen y semejanza, dotado por tanto de un valor, una dignidad y unos derechos fundamentales anteriores incluso a los Estados y a sus ordenamientos jurídicos positivos, puede resultar molesto, sobre todo cuando se pretende que el consenso o las decisiones de las mayorías parlamentarias sean la fuente última y exclusiva de los ordenamientos y, por tanto, del bien y del mal. Ya nos gustaría que fuera verdad lo de las mayorías. Muy frecuentemente son grupos minoritarios lo que, por su condición de bisagra, acaban imponiéndose.

Los seguidores de Jesús, como ciudadanos que somos, tenemos también el derecho y el deber de hacer nuestra propia aportación a lo que entendamos que es el bien de la persona humana y de la sociedad, siempre que lo hagamos sin otra fuerza que la de la verdad misma.