+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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17 de octubre de 2009

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Mientras van de camino, Jesús anuncia a sus discípulos por tercera vez lo que le espera en Jerusalén: la pasión y la muerte. Ellos, sin embargo, estaban en otra honda. Dos de ellos, Santiago y Juan, hijos del pescador Zebedeo y de Salomé, la hermana de María, primos por tanto de Jesús, se acercan utilizando lo que hoy llamaríamos tráfico de influencias: “Concédenos sentarnos, en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda”.

Teniendo en cuenta la concepción que corría entre la gente – un Mesías poderoso, que restablecería el Reino de David- , lo que pretendían era un buen puesto, los primeros puestos. Era normal en la cultura oriental utilizar el privilegio del parentesco para que el clan familiar participara del éxito de uno de sus miembros. No les juzguemos con excesiva dureza, que hay costumbres que no pasan de moda.

Jesús les contesta duramente: “No sabéis lo que pedís”. No sabían que a su derecha y a su izquierda sobre la colina del Gólgota, en la cruz, estarían dos bandoleros. Como nosotros tantas veces en nuestras peticiones, no habían entendido el verdadero destino de Jesús: que el amor verdadero se revela en una entrega que puede llegar hasta la cruz.

Es difícil aceptar que el Señor nos desinstale, que modifique nuestras demandas. Seguramente eso explicaría el misterio de tantas oraciones aparentemente no escuchadas. Hay que fiarse de Dios. La gloria que Santiago y Juan demandaban, la obtendrían más tarde Los sueños de juventud que acariciaban se cumplirían de una manera bien diferente en la edad madura. Como nos cuenta el libro de los Hechos (12,2), Santiago sería el primer mártir, pasado a espada por orden de Herodes en Jerusalén en el año 44. Juan acabaría desterrado y condenado a trabajos forzados en la isla de Patmos (Apoc. 1,9).

A pesar de su error de apreciación – “no sabéis lo que pedís”-, Santiago y Juan eran generosos. La seducción que en ellos había despertado el encuentro y el seguimiento de Jesús se manifiesta en la respuesta que le dan, cuando les pregunta si serán capaces de beber el cáliz que él va a beber y de ser bautizados con el bautismo con que él va a ser bautizado.“Lo somos”, le respondieron.

“Beber el cáliz” equivale a lo que nosotros, traduciendo por equivalencias, llamaríamos “pasar el mal trago”. El cáliz es la copa de amargura de que habla la Sagrada Escritura. Y “ser bautizado” tiene una significación análoga: “experimentar la inmersión en la muerte”.

Nos cuenta el evangelista que “los otros se indignaron al oír la pretensión de Santiago y de Juan”. Seguramente compartían la misma ambición de poder. De haber pedido los últimos puestos nadie se habría molestado. La lucha por el poder es probablemente la causa que más conflictos genera en la humanidad.

La enseñanza de Jesús no tiene desperdicio, nos manifiesta el corazón del Evangelio. “Jesús, llamándoles, les dice: – Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y que los grandes oprimen con sus poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar ser grande será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del Hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos “.

Aunque lo hayamos olvidado o lo olvidemos innumerables veces, en las breves palabras de Jesús nos ha dejado lo que bien podríamos llamar la norma constitucional de su Iglesia, una norma savia también para todos los investidos con algún tipo de autoridad. Consiste sólo en imitarle a él, que, a pesar de ser el Hijo de Dios, no jugó a dominador, sino a servidor. Al menos algo de esta enseñanza nos ha quedado en la semántica: La palabra “ministro”, utilizada en la Iglesia y en la sociedad civil, se refiere al que, siendo más (magister), se hace menos (minister), se hace servidor de todos.