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14 de septiembre de 2013

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En el Evangelio que hoy nos propone la Iglesia para alimentar nuestra fe y nuestro camino cotidiano me llama la atención cómo los excluidos, los que no cuentan en la sociedad del tiempo de Jesús, son atraídos por sus palabras. Él habla con una autoridad diferente. No es un rabino que transmite sólo conocimientos, es un TESTIGO. Y su testimonio es de Amor, de preocupación por el otro. Amar es darse, es quitarse de lo propio para dárselo al que tenemos al lado. 

El Dios de los cristianos, es el Dios que se ha hecho como nosotros. Es tan de los nuestros que ha pasado por la experiencia de la muerte, venciéndola por el Amor a la Voluntad del Padre. Por eso lo podemos comprender, si prestamos atención. 

Cuando Jesús nos habla en parábolas no sólo emplea una técnica pedagógica que permite ilustrar conceptos difíciles de entender de otra manera. Al actuar así, nos muestra que Dios es muy cercano,  no es un extraño a nuestra vida. Ser creyente es darse cuenta de la presencia de Dios en nuestra vida concreta: que es un acompañante en nuestro camino de la vida. Y cuando nos damos cuenta de su presencia de enamorado, nuestra vida cambia. La conversión es eso: cambiar de vida, dejar formas que nos hacen daño por otras que nos encaminan a la felicidad. 

El inicio de curso es una buena oportunidad para comenzar ese cambio. 

Cuando reflexionamos lo que Jesús nos dice en estas parábolas, vemos cómo es Dios. Él se preocupa de nosotros de una forma personal, concreta, de tú a tú… No es un Dios de masas, se interesa por nosotros como un amigo, como un hermano, como un enamorado. No es un cazador que está esperando que entre la pieza para acabar con ella. Al contrario, se alegra de tener reunida la familia, para que esté segura y a salvo de peligros… En fin, para que la vida no pueda con nosotros. 

El medio imprescindible para darnos cuenta de esa presencia divina es la vida de oración. Santa Teresa de Jesús decía que la oración era «tratar de amistad con quien sabemos que nos ama». Es un diálogo de enamorados en el que aprendemos a vivir, donde descubrimos nuestra gran capacidad de amar. Juan Pablo II, al inicio del nuevo milenio, animó a los cristianos a convertirnos en Maestros de oración para ser testigos del Amor de Dios en un mundo que lo ansía, pero que lo busca en sitios equivocados como puede ser el tener, el poder o placer mal entendidos.  

La oración no es sólo cosa de místicos. Es simplemente tratar los asuntos de la vida: las alegrías y las penas, las ilusiones puestas en los proyectos que llevamos en nuestras manos. También podemos llevar a la vida de oración a las personas que queremos y a aquellas a las que deberíamos querer más. Simplemente es presentar nuestra vida delante de Dios y poner el oído para escuchar lo que Dios piensa de ella. 

El Papa Francisco al hablar de la fe en su primera encíclica la compara con la luz. Al acercar nuestra vida a la luz de la fe, mediante la oración, podemos verla de una forma más nítida. Veremos con mayor claridad su belleza, sus posibilidades, sus retos y su riqueza y, si detectamos alguna mancha o algún roto, podremos poner los medios para solucionar el problema. Y la Iglesia está para ayudarnos. 

Yo te animaría a que hicieras la prueba. Uno aprende la vida de oración, cuando se ejercita en la oración. Se empieza poco a poco, unos minutos al día, con la ayuda de la Palabra de Dios o con algún libro que te aconseje algún amigo. Unas veces costará un poco porque no estamos acostumbrados al silencio que es necesario para escuchar a Dios pero, si perseveras, descubrirás la perspectiva de Dios que abre horizontes en tu vida y terminarás (estoy seguro de esto) necesitando este encuentro cada día. El ejemplo de perseverancia lo hemos visto hace unos días en esa señora, de más de sesenta años, que ha pasado nadando de Cuba al Estado de Florida (EE UU.) tras buscarlo durante mucho tiempo. Y esto de la oración es mucho más fácil, pero mucho más valioso. 

 

Pedro José González Rodenas
Vicario Parroquial de Elche de la Sierra