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10 de septiembre de 2011

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El judaísmo ya conocía el deber del perdón de las ofensas pero todavía se trataba de una conquista reciente que no conseguía imponerse más que por la composición de tarifas precisas. Las escuelas rabinas exigían que sus discípulos perdonasen tantas o tantas veces a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, y estas tarifas variaban según la escuela. Así se comprende que Pedro preguntase a Jesús cual era su tarifa, preocupado por saber si era tan severa como la de la escuela que exigía perdonar siete veces a su hermano. El corazón del hombre tiende a ser en estos casos, estrecho. Por eso Pedro busca con esta pregunta que Jesús señale un límite al ejercicio del amor. Al fin y al cabo, es más tranquilizador saber hasta qué punto debemos llegar en esta práctica, que saber que no hay límite ninguno.

Ante la pregunta y la duda que surge el discípulo, Jesús contesta a Pedro con una parábola que libra al perdón de toda tarifa para hacer de él el signo del perdón recibido de Dios. Es la característica del perdón cristiano: se perdona como se ha sido perdonado, uno se apiada de su compañero porque antes se han apiadado de él.

El perdón ya no es únicamente un deber moral con tarifa, como en el judaísmo, sino el eco de la conciencia de haber sido perdonado. Así llega a ser una especie de virtud teologal que prolonga para el provecho del otro el perdón dado por Dios.

Dios es amor. Nos ama incondicionalmente, con amor total, sin límite alguno. Es el modo de actuar del corazón de Dios. Y debe ser también el tuyo: perdonar siempre y en todo, porque como dice San Agustín, “el límite del amor es el amor sin límite”. Igualmente el perdón. Porque, si tenemos que amarnos como Cristo nos ha amado, también debemos perdonarnos como Él nos perdona. Eso quiere decir perdonar setenta veces siete.

San Juan Crisóstomo, uno de los Santos Padres de la Iglesia decía que “si te obstinas en tu indignación y en el resentimiento entonces serás tú mismo quién sufrirá el perjuicio: no el que te provoca la ofensa del enemigo, sino el que viene de tu propio rencor”. En esta misma línea, este Santo Padre, nos decía que cuanto más ultrajes nombramos más demostramos que nuestros enemigos se convierten en nuestros bienhechores, porque ellos nos dan la ocasión para expiar nuestros pecados, “…en efecto, cuanto más él te ofendió, tanto más se hizo para ti causa de perdón. Porque, si lo quisiéramos, nadie nos podría perjudicar: hasta nuestros propios enemigos serán para nosotros causa de inmenso bien”.

A pesar de todo, es posible que te cueste perdonar en ocasiones a ciertas personas. Y es humano que así sea. Alguien te ha ultrajado, quizá gravemente. Te ha calumniado, te ha difamado ante otros… y dices que no lo puedes perdonar, o que te cuesta mucho hacerlos o pronuncias el famoso “perdono pero no olvido”. Si dijeras o pensaras esto estarías poniendo un límite al perdón o una condición para perdonar y eso te perjudicaría a ti mismo porque no tendrías paz en tú corazón. Es muy humano que te sientas mal cuando te han herido, cuando te han humillado, pero no es cristiano dejar que anide dentro de ti en resentimiento, el rechazo o el rencor. Quizás no está poniendo en eso momentos límite al rechazo al hermano, pero sí límites al perdón.

Cuando Jesús enseña a sus discípulos la oración del Padrenuestro a continuación les dice: “Pues si perdonáis a los hombres las ofensas, vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas” (Mt 6, 14-15). Dios no nos quiere frágiles ni débiles, Dios nos quiere fuertes y animosos frente al dolor que nos pueden causar los demás.  Pero ese dolor es superado frente al inmenso amor y misericordia que Dios nos tiene, ofreciendo al hermano el amor-perdón que hemos recibido de Cristo.

La Eucaristía tiene una evidente dimensión penitencial: en ella proclama y ejerce la Iglesia el perdón de Dios, puesto que es la asamblea de los pecadores pendientes de la iniciativa misericordiosa de Dios. Pero la fraternidad de los cristianos que han recibido el perdón no es real y significante para el mundo sino en la medida que colaboran efectivamente en las empresas humanas del perdón, de manera especial en la edificación de la paz. Todos los días tenemos muchas oportunidades para ejercer ese perdón que viene de Dios y que nosotros lo trasformamos en un perdón hacia el otro, en un perdón que nos dignifica, en un perdón que nos acerca al otro y a Dios, en un perdón que construye la paz y el Reino de Dios.

Pedro Roldán Cortés
Vicario Parroquial de Ntra. Sra. de Fátima