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8 de septiembre de 2012

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]os caminos de Jesús a través de los evangelios están repletos de encuentros. Sin alejarse mucho de Galilea la circunvala en su afán sanador y por lo tanto, evangelizador. En el evangelio de este domingo le presentaron a un hombre sordomudo que el evangelista Marcos no nos lo presenta por su nombre, quizás para que nos identifiquemos nosotros mismos con él.

El cruce de caminos que describe es comparable con nuestro transito habitual, donde vamos de allá para acá, entre labores y ocios, voceando sin hablar y oyendo sin escuchar. Sin duda esta sociedad se puede definir con perfiles de sordera y falta de comunicación humana. Cuyo ritmo de vida va acompañado por dolencias psicosociales, cada vez más evidentes y traumáticas. Esta masa social que en días de feria vemos agolpada y uniforme envuelve al ser humano, personal y único, que necesita un lenguaje nuevo y unos oídos afinados, para caminar hacia su propia humanidad.

En nosotros está la posibilidad de discernir la sordera. De tanto ruido (que nos acompañó este verano sin canción y que nos remata en la feria de Albacete) perdemos la atención debida a lo esencial, que desde que el mundo es mundo se formula en preguntas como estas: ¿quién soy yo? ¿qué puedo hacer? ¿qué me cabe esperar?

Si tenemos tiempo, atrevimiento y silencio para hacérnoslas, otra vez, Jesucristo liberador, introduce sus dedos curativos en los que nos decidimos a ponernos cara a cara con Dios. Este toque humano y divino a la vez desentapona una realidad demasiado superficial y material, abocada muchas veces al valle del nihilismo desesperanzado. Donde el aislamiento personal degenera en enfermedad. Porque quien no se siente escuchado le resulta difícil recibir el amor. Y sin él andamos como ovejas sin pastor, perdidos en medio del siglo XXI. Alguna vez, he pensado (tal vez porque también tengo problemas auditivos) como sería mi vida sin poder oír. También conozco personas que viven esta enfermedad con mucha entereza y realización personal. Todo esto pone el alza la palabra y el mensaje.

“Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna” afirmó con fe, San Pedro, aquel apóstol impulsivo y tenaz, en un contexto de apuro eclesial, ya que el Maestro les pedía empuje y decisión ante el abandono de la masa social. Ese fue el día de después de este sordomudo. De Jesús nazareno fueron las primeras palabras que escuchó después del milagro y que nunca olvidaría. Como cualquiera de nosotros que haciendo memoria rescatamos palabras entre la palabrería, dichos de Jesús que rezamos mientras vamos caminando, verbos susurrados que rezuman la Palabra.

Y no quedó en quietud aquel episodio sino que de inmediato se le soltó la lengua al iniciado en la nueva fe. Porque la evangelización no queda completa hasta que hablamos de lo que hemos oído y experimentado. Hemos de reconocer que muchas veces se estanca la Palabra en el templo, bien oída y meditada a veces, pero que no llega a salir de las cuatro paredes.

A este mundo en conexión permanente, con redes sociales que cruzan noticias las veinticuatro horas de los trescientos sesenta y cinco días del año, va dirigido el evangelio de hoy. No es para una elite bien compacta y disciplinada, agotada en sus trincheras, sino a los débiles de los caminos. Como el aliento profético de Isaías (primera lectura) a unos cojos, ciegos, mudos y sordos que andaban por el desierto, así Jesús cumple la esperanza mesiánica y muestra signos del Dios con nosotros que atiende la debilidad de nuestra existencia. Como la moral social cristiana de la que habla el apóstol Santiago (segunda lectura) donde el juicio entra hasta en nuestras reuniones litúrgicas, en la dichosa acogida de los pobres, de la que siempre estamos empezando y a la que no podemos circunvalar como al apaleado de la parábola del buen samaritano.

Que nuestro seguimiento de Cristo nos haga decir, nos libere del mal de nuestras autocensuras y complejos y así seamos personas con espíritu y verdad. Misteriosamente el espíritu habla a las iglesias, y el suspiro de Cristo “effetá ò ábrete” sobre el sordomudo es toda una proclama para la celebración del cincuenta aniversario de la “apertura” del Concilio Vaticano II. Demos gracias a Dios, porque su Palabra sigue abriendo oídos hoy.

Antonio García Ramírez
Párroco de Yeste