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4 de septiembre de 2010
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El evangelio es palabra de aliento; es, a veces, palabra que consuela y acaricia; en otras ocasiones es palabra exigente, que nos duele y nos remueve interiormente. Veamos.
“Caminaba con Él mucha gente. El se volvió y les dijo”. Así empieza el evangelio de este domingo. El evangelista Lucas ha agrupado la mayor parte de los datos recopilados sobre Jesús alrededor su subida a Jerusalén, como si le interesara, más que hacer un reportaje material, presentar la historia de Jesús de todos los tiempos. Las grandes multitudes que hacen camino con Él no son sólo algunos cientos de personas contemporáneas suyas; son los innumerables hombres y mujeres que le siguen a lo largo de los siglos. Es, pues, a nosotros a quienes se vuelve y nos dice:
“Si alguno viene donde mí y no pospone a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta la propia vida, no puede ser discípulo mío”. El verbo original no es posponer, sino “odiar”, como “un más difícil todavía”.
Ante tamaña pretensión lo primero que se le ocurriría a cualquier bienpensante sería preguntarse quién es este personaje, si es que no está loco, para pedir tal desarraigo afectivo en razón de su seguimiento.
Evidentemente quien ha predicado el amor a los enemigos no va pedir el odio para los seres que nos son más queridos. Se trata de un modismo abrupto, frecuente en la literatura judía, para expresar de la manera más radical la calidad del seguimiento. Es una forma de animar a penetrar todos los afectos por el amor absoluto de Dios. El caso límite podía ser el del chico o la chica que, en contra de la voluntad de sus padres, se decide a abrazar la vida consagrada o misionera por el Reino de Dios. Así lo hizo Él. Cada uno, según su situación y vocación, ha de estar dispuesto a acoger con corazón generoso, en su vida concreta, esta exigencia inaudita.
“Quien no carga con su cruz y me sigue, no puede ser discípulo mío”, sigue diciendo Jesús. Son dos formulaciones: cargar con la cruz y seguirle: No se puede andar con medias tintas, como nos pasa tantas veces a quienes nos llamamos sus seguidores. El camino del amor siempre comporta dosis importantes de cruz, pero es el camino que lleva al gozo exultante de la resurrección. Quienes han descubierto esto, han encontrado un secreto que nadie puede destruir. ¡Dichoso el hombre que cuya mirada penetra en lo invisible!
Jesús no buscó hacerse publicidad promoviendo de manera artificial en torno a su persona una psicosis de éxito. Lejos de ocultar los riesgos del seguimiento, los subraya, como si quisiera disuadir de entusiasmos impulsivos y efímeros, como si la defección en el seguimiento fuera peor que no haberse puesto en camino. Ello debería de hacernos reflexionar en este momento histórico en que se lleva la ética indolora y los compromisos líquidos, que hoy son y mañana no.
Jesús invita a reflexionar, a asesorarse, como el que se dispone a construir una torre: Ha de calcular las propias fuerzas y posibilidades, no sea que lo deje a medias dando lugar a la irrisión o la burla de los que le contemplan. O como el rey, que, antes de declarar la guerra, mide sus efectivos para ver si con ellos puede hacer frente a su enemigo. En caso contrario, sería más prudente enviar una misión que negociara la paz. Son dos ejemplos oportunos, porque la vida cristiana tiene mucho de construcción y también mucho de combate.
Es cada vez más frecuente el caso de matrimonios que se rompen a los pocos años e incluso a los pocos meses de haber iniciado su aventura. Lo que más me sorprende es que, a pesar de haber convivido e incluso haber cohabitado durante un tiempo, te digan que es que nunca habían caído en la cuenta, ni reflexionado sobre las exigencias del amor.
Me decía una madre de familia, sobrecargada siempre de trabajo, que era en los días en que tenía más tareas cuando que sentía más profundamente la necesidad de pararse, de sentarme diez minutos para reflexionar. Entendía que ello no era tiempo perdido, sino tiempo ganado.
+Ciriaco Benavente Mateos/Obispo de Albacete