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27 de agosto de 2011
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La página del evangelio que hoy leemos, a mí, personalmente, me consuela, al ver a un Pedro todavía en camino, como yo puedo estarlo, en este seguimiento de Jesús.
Hemos de leerla como continuación del pasaje que escuchábamos el domingo pasado, donde veíamos a Pedro haciendo su confesión de fe en Jesús, frente al silencio de los demás apóstoles: un Pedro fuerte, firme, decidido, apoyo para los otros, convencido y referente en la comunidad de discípulos.
Hoy vemos al mismo Pedro en medio de dudas e incertidumbres, siendo corregido por el mismo Jesús. Es el mismo Pedro sólo que mucho más humano, con una de cal y otra (110) de arena, con sus síes y sus noes, queriendo seguir a Cristo y viéndose envuelto en sus muchas debilidades y fragilidades.
A veces nos dejamos llevar por el desánimo y la desesperanza en nuestra vida cristiana, cuando nos parece que andamos en el mismo sitio sin avanzar ni para adelante ni para atrás, con nuestras mismas luchas y ambigüedades, rodeados de nuestras mismas miserias a las que no podemos derrotar… Nos parece que la vida de Pedro o la de los primeros discípulos fue mucho mejor que la nuestra, mucho más comprometida, mucho más sincera, profunda, perfecta…
Por eso, encontrarnos con estas páginas, nos hacen caer en la cuenta de que también los discípulos de Jesús recorrieron su propia andadura hasta que pudieron dar un sí que llenara toda su existencia, y nos animan a nosotros a continuar en el seguimiento de Jesús, a pesar de nuestros fracasos y debilidades.
Las palabras y la invitación de Jesús “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”, lejos de ser una meta inalcanzable, son palabras que nos animan a seguir, a continuar, a avanzar en un proceso de cambio y conversión hasta que se hagan plena realidad en nosotros. Son el resumen de la actitud de aquel que quiere ponerse en camino tras las huellas del Resucitado.
Muchas veces hemos malentendido este camino como un conjunto de normas morales, o de dogmas para ser creídos, y no tanto como una relación de vida.
La meta de este camino, como nos dice el mismo Cristo, es “venirse conmigo”, establecer una auténtica relación de amor y vida con el Señor vivo y resucitado. De ahí arrancará un modo concreto de vivir y comportarse, una manera concreta de estar en este mundo… Pero si no descubrimos que la meta y la base la constituye esa relación de vida con el Señor, antes o después nos parecerá inútil todo lo que realicemos.
Sin una vida interior profunda, sin una vida de oración intensa, sin las raíces que da el trato de tú a tú con el Señor, nuestra vida cristiana tiene el peligro de quedarse en algo exterior que sólo “toque” tangencialmente nuestra existencia. Sólo cuando en nuestra vida nos lanzamos a la aventura del encuentro con el Otro, cobra un nuevo sentido lo que sentimos y realizamos, lo que sufrimos y lo que esperamos; y contemplamos, desde la mirada nueva que da la fe, esa nueva creación que está ante nosotros y que muchas veces somos incapaces de descubrir (cf. Ap 21, 5).
Como antes decía, difícilmente podremos recorrer este camino si no nos adentramos en un proceso de cambio y conversión. El “negarse a sí mismo”, el renunciar a partir de mi yo, de mi situación, de mi vida o incluso de mi experiencia, no es algo que ocurra de una vez para siempre en mi vida, sino más bien la constante que me acompaña en este caminar, como proceso continuo y todavía no acabado.
Las palabras de Jesús de este domingo son provocadoras, nos proponen un reto, nos sitúan ante una opción ante la cual debemos elegir: o quedarnos con lo que tenemos, con nuestra vida tal y como la vivimos, o lanzarnos a una nueva VIDA, con mayúsculas, que es la que nos ofrece Él en su Evangelio.
Está en nosotros, en ti y en mí, darle una respuesta clara, decidida, comprometida, pues, en palabras del mismo Jesús, “¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si malogra su vida?”
Te animo a no dejar caer en saco roto esta pregunta, pero, sobre todo, la respuesta que tú y que yo debemos dar desde la verdad de nuestra vida.
Francisco Javier Valero Picazo
Párroco de San Blas de Villarrobledo