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25 de agosto de 2012
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Con el evangelio de este domingo finaliza el llamado Discurso del Pan de Vid”, el capítulo sexto del Evangelio según San Juan y que se ha ido proclamando durante cinco domingos.
San Juan es el único evangelista que, en los relatos de la Pasión del Señor, no relata la Última Cena y por tanto no nos describe la Institución de la Eucaristía pero, de una forma más elaborada, profunda y teológica nos ofrece todo este cántico eucarístico.
En los distintos domingos en los que hemos estado contemplando el Discurso del Pan de Vida, iniciado con el relato de la multiplicación de los panes y los peces, el mismo Cristo se ha presentado como ese pan que se parte y se reparte y sacia las más altas aspiraciones del hombre, no solo en su pura materialidad sino en su trascendencia: “Él es el pan de Dios que baja del cielo y da la vida al mundo” y el que se hace uno con ese pan, nunca pasará hambre.
Es más, “el que coma de ese pan vivirá para siempre” y de ahí que sea un alimento que nos hace partícipes de la vida divina para toda la eternidad.
Conforme va avanzando este capítulo 6º, las palabras de Jesús van haciendo más mella en los oyentes hasta el punto de no entender bien sus palabras o parecerles demasiado duras. Esto ya lo contemplábamos el pasado domingo cuando el Señor afirma: “el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”.
“El pan es mi carne”. ¿Por qué los discípulos al oír estas palabras se escandalizan? ¿Acaso no habría que entenderlas de una forma metafórica? No, rotundamente, no. Y este es el mensaje central del Discurso del Pan de Vida: Cristo, con su Cuerpo y con su Sangre está realmente presente en la Eucaristía. En el pan consagrado en la Santa Misa se produce una transformación esencial y radical (transustanciación lo ha llamado la teología) a través de la cual, aunque la materia visible siga siendo pan común en ella está todo Cristo, el mismo Cristo.
Así esto, el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 1374) afirma: “El modo de presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva la Eucaristía por encima de todos los sacramentos y hace de ella «como la perfección de la vida espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos». En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía están «contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero». «Esta presencia se denomina «real», no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen «reales», sino por excelencia, porque es substancial, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente»”.
Y esto hace, como nos recordaba el Concilio Vaticano II que la Eucaristía sea “fuente y culmen de toda la vida cristiana” (LG11).
“Este modo de hablar es duro, ¿Quién puede hacerle caso?”. Si Jesús hubiese estado hablado metafóricamente no habría dejado que “muchos de sus discípulos se echasen atrás y no volvieran a ir con él”. Pero como el alimento “que da la vida” es realmente “su carne” ¿quién puede hacerle caso?
Y esto no solo le pasó al mismo Jesús sino que dicha separación se ha repetido, por desgracia, a lo largo de toda la historia de la Iglesia, cuando la Eucaristía se considera solo una imagen de Cristo y no realmente al mismo Cristo.
Y es algo también que adolecen nuestras mismas comunidades. ¿Estamos realmente convencidos de la presencia real de Cristo en la Eucaristía? Si es así ¿cómo es nuestra actitud, interna y externa ante Él?
Recibir a Cristo en la Eucaristía nos va transformando poco a poco en Él y se va fortaleciendo nuestra vida cristiana proyectándose hacia los demás con el ejercicio de la caridad.
Un paso adelante. Esta presencia de Cristo en la Eucaristía nos ha de llevar a la adoración. En nuestras comunidades cada vez más se va fomentando la adoración eucarística. Es más, en nuestra diócesis, en la ciudad de Albacete, contamos con una Capilla de Adoración Eucarística a la que de forma permanente podemos acudir.
Solo cuando nos pongamos delante del que es el “Pan de Vida” podemos, con Simón Pedro, decir: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”.
Francisco José Sevilla Calixto
Secretario particular Sr. Obispo