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3 de agosto de 2013
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Estamos ya tan acostumbrados que muchas veces no somos conscientes del cinismo y la mentira que impregnan algunos ámbitos de la sociedad actual. Teóricamente se sigue dando primacía a los valores espirituales y por todas partes se proclaman los grandes ideales de justicia, libertad, solidaridad, etc., pudiéndose escuchar en todo momento discursos revestidos de nobles propósitos.
Sin embargo, son pocos los que se atreven a confesar que lo verdaderamente importante y decisivo en la vida es casi siempre “ganar dinero” ya que a la hora de la verdad es “este poderoso caballero” el que motiva, mueve y obsesiona con más fuerza a muchos hombres y mujeres de a pie.
No es difícil ver dónde radica ese poder fascinador del dinero, auténtico fetiche de la sociedad contemporánea. El dinero, por una parte, permite comprar y poseer toda clase de cosas que nos parecen hoy indispensables para nuestro bienestar personal; sin dinero no hay cosas y, sin estas, la felicidad parece inalcanzable. Por otra parte, el dinero hábilmente utilizado, da poder y prestigio, proporciona un “status” social, aún a costa de falsearlo todo, y “hace blanco lo negro, hermoso lo feo, justo lo injusto, noble lo ruin, joven lo viejo, valiente lo cobarde”, como afirmaba Shakespeare.
Es todo un espectáculo observar a las personas alardeando infantilmente de sus “símbolos de prestigio”: “¿Has visto mi último modelo?, “¿Quieres visitar el apartamento que acabamos de comprar?”, “Este es un producto que todavía no lo podrás encontrar aquí”… Parece que todo ha de ser estimado por su valor de cambio. Se habla de “una casa de 300.000 euros” o “un viaje de 6.000 euros” como si lo importante fuera el dinero que nos ha costado pero, ¿a qué queda reducida nuestra vida si el dinero se convierte en medida de todas las cosas y la razón casi única de la existencia?
Contaba una vez un misionero que, a su regreso a España tras muchos años en la selva, sus familiares lo llevaron a visitar unos grandes almacenes. Recorrieron todas las plantas del edificio: electrodomésticos, ropa de firmas, música, perfumes… Era este un gigantesco supermercado en el que no faltaba de nada: un estallido de progreso y comodidad. A la salida, cuando le preguntaron al misionero que qué le había parecido, en lugar de admiración y fascinación, sus palabras denotaban conmoción de otro tipo: “Me ha parecido interesantísimo. He visto un millón de cosas que la gente con la que yo vivo no necesita en absoluto”.
Igualmente, tras regresar de la India después de muchos años trabajando, una misionera afirmaba: “Lo que más me impresiona de mis compatriotas españoles es que no son o no parecen felices. Lo son mucho más los indios con los que trabajo, tal vez precisamente porque tienen mucho menos de todo”.
Oyendo cosas como estas, uno tiene que pensar que, evidentemente, aquí alguien está loco – o ellos o nosotros –, con lo que entonces surge la pregunta de qué es ser feliz y si la felicidad está en tener el alma abarrotada de deseos de cosas que nunca se terminan de conseguir, o si, por el contrario, está en tener esas poquitas cosas que son realmente imprescindibles y realizan por completo ya que no se desea nada más.
Si algo obvio debe aprender nuestra civilización es que no son el consumismo ni la abundancia los que traen la felicidad. El número de suicidios se multiplica en los países desarrollados, la insatisfacción matrimonial aumenta con la crecida del progreso, el número de visitas a los psiquiatras es proporcional a lo que llamamos niveles de bienestar… ¿Hay algo más vacío que toda esa ingente cantidad de personas agitándose en los grandes almacenes comprando cosas que para nada necesitan?
Por fortuna, las palabras de Jesús no han perdido su fuerza: ¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios”, “¡Qué difícil es vivir en la verdad, descubrir el valor último de la vida y abrirse a Dios cuando se tiene el corazón poseído por el dinero!” Erich Fromm afirmaba que “no teniendo nada, es muy difícil ser; teniendo mucho, es casi imposible”. En la cultura del tener no se pregunta “¿quién eres tú?”, sino “¿cuánto tienes tú?” Si el precio de la cultura del bienestar es un notable deterioro del ser, el hombre y la mujer de hoy tendrán que elegir entre ser menos y tener más o ser más y tener menos.
José Agustín González García
Vicario Episcopal zona `Levante´