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27 de julio de 2013

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Las lecturas de la Palabra de Dios de este Domingo nos hablan claramente de la oración. En la primera lectura, sacada del Génesis, Abrahán intercede ante Dios en favor de los justos de Sodoma y Gomorra. Allí, Abrahán se dirige a Dios «regateando» cual comerciante oriental, pidiendo clemencia y misericordia para con los justos.

Y en los evangelios, son muchas las veces que Jesús aparece retirándose a un lugar aparte para orar. El evangelista Lucas es el que más se fija en esa faceta de la vida del Señor y nos la relata en repetidas ocasiones. Por eso, intrigados por la forma cómo Jesús oraba, los discípulos le piden que les enseñe a rezar, lo mismo que el Bautista enseñó a sus discípulos. El Maestro no se hace de rogar más y les enseña la oración más bella y profunda: el Padrenuestro.

El catecismo de la Iglesia Católica nos dice que orar es tan necesario como el respirar. Y sin embargo, cuánto nos cuesta a muchos cristianos dedicar algunos momentos a la oración, a pesar de tantas horas como tiene el día. Es más, hay personas que huyen del silencio y de la oración como si se tratara de una gran pérdida de tiempo.

Orar no es otra cosa que entrar en diálogo con Dios, con la confianza amorosa de saber que Dios es el Padre bueno que nos escucha y que, como dice Jesús, antes de que le digamos nada, ya sabe lo que necesitamos, como un padre o una madre intuyen lo que un hijo necesita y les va a pedir. Santa Teresa de Jesús dijo de la oración que «no es otra cosa que tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama».

Con frecuencia, encontramos personas que dicen estar decepcionadas porque están cansadas de pedirle cosas a Dios, y al no ver los resultados esperados, terminan diciendo que Dios no los escucha o que se ha olvidado de ellas. Tal vez por eso, hoy día tenemos que cambiar la definición del viejo catecismos dónde se decía que «orar es levantar el corazón a Dios y pedirle mercedes».

No se trata tanto de levantar hasta Dios nuestro corazón, sino de abrir nuestro corazón para sea Dios mismo quien entre dentro de él, lo posea y lo gobierne. Y no se trata de orar con la intención primera de pedirle «cosas», sino con la primerísima intención de que se haga en nosotros su voluntad. En la oración no le pedimos a Dios que sea él el que cambie, sino que seamos capaces de cambiar nosotros siguiendo su voluntad.

Los apóstoles le pidieron a Jesús que les enseñara a orar. Y Jesús les enseña la oración del Padre Nuestro, que unos y otros recitamos tantas veces. Y Jesús les pone el ejemplo del amigo inoportuno que no deja en paz a su amigo hasta que éste le da lo que él le pide, y el otro ejemplo del padre bueno, que no será nunca capaz de dar algo malo a sus hijos. Con estos ejemplos Lucas quiere poner de relieve que la perseverancia y la certeza de ser escuchados por Dios son fundamentales en la oración.

La conclusión que saca Jesús de estos ejemplos es que nuestro buen Padre Dios nos dará el Espíritu Santo siempre que se lo pidamos. Pedir el Espíritu Santo es pedir que Dios nos ilumine y nos dé fuerzas para que seamos capaces de hacer en cada momento su voluntad. Orar iluminados por el Espíritu Santo es orar con el espíritu y estilo de Jesús, de modo que cuando tengamos que discernir cristianamente cuál es la voluntad de Dios, nos preguntemos cómo habría actuado Jesús en circunstancias parecidas.

La gratitud es una de las virtudes más nobles del ser humano. «Es de bien nacidos el ser agradecidos», dice el refrán. La palabra Eucaristía significa «acción de gracias», y seguro que no hay otra oración más grata a Dios que la Misa o Eucaristía porque es Jesucristo mismo quien nos invita, preside, acoge y presenta a Dios nuestra oración.

Tenemos motivos para decir con confianza: ¡Gracias, Padre Dios! Esto es lo que hacemos cada domingo cuando los cristianos nos reunimos y celebramos la Eucaristía.

Pedro Ortuño Amorós
Párroco de La Resurrección