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9 de julio de 2011
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No hace falta forzar el mensaje del Evangelio para que éste sea plenamente actual. Jesús muestra a lo largo de su predicación y con su ejemplo de vida que la Palabra de Dios sabe de diversidad, conoce la variedad de nuestras posturas y respuestas, sin las cuales la única y misma semilla no puede fructificar. No, la fecundidad del anuncio evangélico no es cosa de magia ni de aberruntos; obra milagros, pero con el concurso de esa tierra buena que es nuestra disposición, con la colaboración de la escucha y atenta recepción del hombre de hoy. La diferencia de terrenos que nos constituye posibilita que todos podamos ser el mejor o el peor campo para esta siembra del Dios en nosotros y de la humanidad en Dios. Por eso hay un tono de irónica interpelación en la explicación de Jesús a sus discípulo: «Hablo en parábolas para que no vayan y se enteren y aprovechen esta inmensa oportunidad, no sea que estando al alcance de todos no se les escape». Pero ni con esas. Ni la provocación humorística ni la riqueza simbólica hacen mella en nuestras atareadas conciencias y la dispersión -por falta de intensidad- se encarga de que la misma semilla no siempre dé el fruto de la vida nueva, aquella que decía el cantautor italiano: «No bastan terapias ni ideologías, se quiere otra vida».
Luego el tiempo que le dediquemos sí que cuenta. El propio Jesús se tomó el suyo para compartir lo que había madurado en el desierto y ahora anunciaba de pueblo en pueblo. Dice el evangelio que se sentó en una barca, que no tenía prisa, estaba dispuesto a que, en prosa o en verso, la multitud -obsérvese que los destinatarios no eran una selecta y exclusiva minoría, sino una muchedumbre hambrienta de sentido- no se fuera de vacío, llenaran sus carencias de horizonte, rellenaran las oquedades que hace frágil el suelo bajo nuestros pies y ahondaran muy por debajo de la superficialidad a la que todo le resbala. El Reino de Dios, que Dios esté en el corazón del hombre y las personas siempre estén por encima de las cosas, necesita para prender en nuestras apuradas vidas algo de tiempo para pensárnoslo, meditarlo y, con palabras del poeta, «dar un sí que glorifica». De correprisas no salen adelante los proyectos que aspiran a perdurar porque tienen como objetivo hacer la vida digna de ser vivida, más allá de la noble necesidad de respirar, alimentarnos y reproducirnos. Y este proyecto del Reino, que lo es del Hombre Nuevo y del Dios con nosotros, precisa también del sosiego en el que maduran los mejores frutos de nuestra humana laboriosidad. Las prisas y la desatención que producen, son enemigas de la profundidad y la determinación que exige una toma de postura respecto a este asunto del sentido de la vida.
La propuesta está sobre la mesa, o si se prefiere, en la orilla del mar de Tiberiades. Pero, por si no la acabamos de captar, resuena con fuerza en las plazas y las costas de todos los mares de nuestro mundo. Pues no se trata sólo de hallar el solaz y la paz interior, que aún siendo estos imprescindibles, no podríamos conciliar el sueño de la indiferencia cada vez que los gritos y rostros del dolor injusto de la pobreza y la violencia, nos sacudieran de nuestra modorra del sentido autocomplaciente. El buen Jesús no era un gurú más de la felicidad en cómodas sesiones de autoconocimiento y autoaceptación. Pues siendo estas metas paradas previas del camino hacia la cosecha del Reino, su alcance universal, en términos de cómplice fraternidad, nos empujan más allá de lo individual. Por eso, tal vez, el fruto de la semilla cuando encuentra la buena tierra de la fe y el compromiso, se mide en términos de eternidad, como eterno es el amor de Dios y su preocupación bien fundada por el destino de tantas víctimas. El tiempo que hace buena la escucha es sólo un anticipo del tiempo que habremos de emplear en acciones y proyectos que conviertan, con la ayuda de todos, en común y comunitario el fruto del trabajo y de la tierra. A creyentes y no creyentes nos hace falta reservarnos momentos para pensar y decidir. Pero más si cabe necesitamos tiempo para reunirnos y construir. Ponía Jesús, para hablar de las cosas del Reino de Dios, ejemplos o parábolas de procesos, de historias que tenían varias etapas, que se iban desplegando como lo hace la vida en general y la vida de cada persona. La palabra del Reino y las variadas tierras que lo han de acoger, son fases, compases de un desarrollo que debe llegar hasta el fruto logrado de vidas más plenas y, por ello mismo, de un mundo más humano, menos atropellado. Llegados aquí, el Señor se calló, la muchedumbre se fue dispersando, y sola en la orilla, la barca se bambolea como la semilla en el viento instantes antes de dar contra la piedra, la maleza, el camino o la honda y rica interioridad dispuesta a todo.
Fco. Javier Avilés Jiménez
Párroco de Santo Domingo de Guzmán