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7 de agosto de 2010

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El evangelio de hoy, a primera vista nos desconcierta, parece una mera recopilación de enseñanzas de Jesús, que no tienen que ver unas con otras. Vienen, sin embargo a completar la parábola del domingo pasado sobre el necio y las riquezas.

Nos invita a ejercitar unas actitudes que son fundamentales en la vida cristiana:

La espera vigilante: Es un tema reiterativo en el evangelio y en el que la Iglesia insiste de modo especial durante el tiempo de Adviento y al final de Año Litúrgico. La espera del Hijo del Hombre que llega “como un ladrón”, en el momento más inesperado.

Con frecuencia asociamos su llegada al momento de la muerte, pero Cristo llega a nosotros en ciertos acontecimientos, que marcan nuestra vida.

En la medida que esperamos su llegada, es más fácil descubrirle, es más dichoso y transformante el encuentro con Él.

No pocas veces vivimos con más ilusión y felicidad la espera de un acontecimiento, que el hecho de haber alcanzado lo que esperábamos.

“No tengas miedo” aunque sea una paradoja, cuanto más pequeño o incapaz se siente uno, es cuando más miedo se tiene, pero es también cuando experimentamos con mayor alegría que es Cristo quien viene a salvarnos.

Si nos sentimos llenos, satisfechos de nosotros mismos, si nuestro “tesoro” está puesto en las cosas que ya poseemos, no tenemos esperanza, y nos faltará la ilusión, el sentido de la vida.

La fe es el motor de la esperanza. Se espera algo mejor que el presente, cuya garantía está en la promesa de Dios.

Todos anhelamos la felicidad. Felicidad que se apoya en una múltiple relación: 1º con nosotros mismos: aceptándonos tal como somos, con nuestras cualidades y defectos, 2º con los demás: reconociendo su dignidad, tratándoles con el respeto que deseamos para nosotros; 3º con la naturaleza y las cosas que son regalo de Dios; Él las ha puesto en nuestras manos para que las cuidemos y las vayamos perfeccionando; y 4º con Dios, nuestro Padre que vela por sus hijos con un amor mucho mayor que el de un padre y una madre.

Esa esperanza no está basada en un sueño, ni es una utopía. Está bien cimentada. Está construida sobre la Roca, que es Cristo Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, que murió en la cruz, pero que está vivo porque resucitó de entre los muertos, y está sentado a la derecha de Dios Padre. Por el bautismo hemos sido incorporados a Cristo; en Él vamos perfeccionando nuestra humanidad hasta alcanzar la felicidad plena.

La espera vigilante y el anhelo de felicidad de nuestro corazón se activan y manifiestan en la solidaridad con los pobres y necesitados, que son los preferidos de Dios. Vivimos en una cultura de individualismo. Nos desentendemos de la situación y problemas de los que nos rodean o de nuestro mundo. Que cada uno “se las arregle como pueda”, con frecuencia decimos, que “yo ya tengo bastante con mis problemas”.

¿Pero cómo olvidarnos del Señor, que vino a nuestro mundo para darnos ejemplo de solidaridad? ¿Cómo participar en la misa y quedarnos impasibles ante Cristo que se ofrece para salvarnos del pecado, que bajo la especie de pan se entrega y se parte para que podamos recibirle cada uno en la comunión?

La unión con Cristo nos lleva a vivir como buenos hermanos de una misma familia. La felicidad no está en tener muchas cosas, sino en ser buenas personas, en entregar la vida desinteresadamente por los demás, como El mismo Cristo nos enseña.

El es nuestro “tesoro”, quizá, todavía no lo hemos descubierto.

Francisco Ortí Mateu (Salesiano)
Párroco de San Pablo