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7 de julio de 2012
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Sigue aún resonando aquello que había dicho Juan al comienzo de su Evangelio: “Vino a su casa y los suyos no le recibieron…”
También entre sus paisanos se llevó Jesús una desilusión tremenda. Debió encaminarse hacia Nazaret con esperanza. Volvía a ver el paisaje de su niñez, la fuente y los caminos por donde jugaba con sus compañeros. El almacén de su madre. Probablemente seguía viviendo allí su madre.
Conocía al ‘sacristán’ que en la sinagoga, le presentó el rollo de las Escrituras. La escena se desarrolla en un ambiente de intimidad y al propio tiempo de grandiosidad. Los ojos de todos estaban fijos en él.
Y he aquí la revelación, discreta, pero que no deja ninguna duda sobre su aplicación: “Esta Escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy”.
Se trata de uno de esos momentos en los que Jesús con la mayor naturalidad, revela su propia identidad.
Los únicos que no se abren al asombro son los cercanos. ¡No se lo podían creer!Nada de extrañar esta postura pues el evangelista nos ha dejado ya consignada la actitud de sus familiares cuando fueron a buscarle porque creían que estaba loco (Mc 3,21). Para ellos todo son interrogantes: “¿De dónde le viene a éste todo eso? ¿De dónde le viene la sabiduría que tiene y la fuerza de hacer milagros?”.
La dificultad de aceptar a Jesús no es una dificultad intelectual, sino relacional.Si Jesús tiene autoridad y hace signos divinos esto quiere decir que hay que acoger lo que en Él se revela. Y es lo que no están dispuestos a hacer o no pueden hacer. Hay un humano comportamiento que consiste en que el hombre determinadónde o por quién Dios se debe revelar. Hay un secreto deseo en lo más hondo de la persona de “dominar” a Dios, de “marcar” a Dios caminos, de “dar órdenes a Dios”. ¿Cómo Dios va a hablar por uno que nosotros conocemos muy bien? Desconfiaban porque le conocían. Conocer a alguien puede servir para confiar o para desconfiar. En este caso, sirve para desconfiar.
Los habitantes de Nazaret no estaban dispuestos a arrodillarse ante aquel paisano suyo, a quien creían conocer muy bien. Lo conocen todos: saben de dónde viene… Uno de tantos, uno como ellos, ¿qué es lo que pretende ahora? ¿El Mesías? ¡Imposible! No es más que el carpintero, el hijo de María…
“Se habían construido una imagen de Dios… Y si Dios no se manifestaba conforme esa imagen, lo rechazan…
Los habitantes de Nazaret se imaginaban al Mesías lleno de grandiosidad, de poder… No se lo podían imaginar con apariencias sencillas, comunes, cotidianas. Por eso lo querían despeñar…
Y surge la indignación contra aquellos paisanos de Jesús, pero cuidado, es de nosotros de quienes está hablando el evangelio (como siempre…) También nosotros somos muchas veces víctimas de la misma equivocación. También nosotros conocemos a Cristo desde pequeños (fuimos bautizados, fuimos a catequesis, hicimos la primera comunión, la confirmación, nos casamos por la Iglesia)…Sí le conocemos… Pero somos incapaces de reconocerlo.
Nos empeñamos en construir una determinada imagen de Dios. Y si Dios se nos presenta “distinto”, no lo acogemos (Tuve hambre… Tuve sed… Fui forastero… Estaba enfermo…)…
Buscamos a Dios “por fuera”. Afilamos la vista porque lo creemos lejano… y resulta que está muy cerca, que pasa a nuestro lado.
Nos lo imaginamos por las nubes… y nos cruzamos con él todos los días por las calles y caminos. Estamos siempre aguardando algo extraordinario… y él se pone la ropa de todos los días.
Nos negamos a ver el rostro de Dios en el rostro de cada hombre. El verdadero peligro del cristiano es la “distracción”…
Solemos pedir a veces perdón en la confesión, por nuestras distracciones en la oración o en la Misa… y no pensamos en las distracciones en la vida. ¡Cuántas veces nos tropezamos con Cristo sin darnos cuenta! No lo reconocemos. Tiene el inconveniente de tener una cara demasiado conocida…
Y nosotros que conocemos esas caras, no sabemos reconocerlo.
Y él continúa en el desierto…. ¡En su propia casa!…
No se nace cristiano por la ley de la herencia. El cristiano se hace por el encuentro personal con Cristo, y ese encuentro siempre trastorna y desconcierta.
Jesucristo trastocó la vida de todos los que le acogieron. ¿Ha trastocado la nuestra o seguimos instalados en nuestras seguridades, en nuestros valores, en nuestra comodidad?
José Agustín González García
Vicario Episcopal Zona `Levante´ y
Párroco del Sagrado Corazón de Hellín