+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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27 de junio de 2009

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Nos cuenta el evangelio de este domingo dos signos de Jesús. Imaginemos la escena. La multitud se arracima en torno a él hasta impedirle andar. En esto llega un jefe de la sinagoga, que, echándose a sus pies, le ruega insistentemente que vaya a imponer las manos sobre su niña, que está agonizando. El segundo caso es el de una mujer, que sufría hemorragias desde hacía doce años. Ésta se acerca a Jesús por detrás, segura de que si tocaba su manto quedaría curada.

En el primer caso, cuando llegaron a la casa la niña ya había muerto. “Basta que tengas fe” le dice Jesús al padre. Y la tuvo. Fue así como su preciosa niña resplandeció de nuevo con todos los colores de una vida de doce años. Lo mismo le pasó a la hemorroisa, que, superando el miedo a la ley (la hemorragia la convertía en impura y por tanto indigna tocar a nadie), osó tocar el manto de

Jesús y quedó totalmente curada. Jesús, que siempre rehúye el sensacionalismo, sólo se hace acompañar, en el primer caso, de tres de sus discípulos. Cuando oye el griterío de los familiares y de las plañideras dice con serenidad: “¿A qué viene ese alboroto?, la niña no está muerta sino dormida”. Entra en la habitación acompañado sólo del padre, la madre y los tres discípulos. Marcos cita en arameo, el dialecto materno de Jesús, su palabras, conservadas seguramente en la memoria de Pedro, a cuya sombra escribe el evangelista Marcos: “Talitha Koum”, que significan “niña, levántate”.

En el caso de la hemorroisa, cuando Jesús se percató de que una fuerza sanadora había salido de él preguntó: “¿Quién me ha tocado?”. Pregunta extraña, pues la gente le estrujaba por los cuatro costados. Jesús, que es buen educador y sabe que retrata de una creencia imperfecta, quiere que la mujer supere sus creencias mágicas para pasar a una fe superior, al encuentro con su persona. Y la mujer, postrada a sus pies, temblando de miedo y de asombro, acaba confesando toda la verdad.

Para Jesús lo esencial no es lo espectacular, lo milagroso, lo “maravilloso”, sino la salvación. Sus palabras, – “talitha koum”- o “tu fe te ha salvado, vete en paz y queda curada”, contempladas a la luz de la pascua, que es como se escriben los evangelios, son como un anuncio de la salvación que viene por la fe y el encuentro con Cristo.

La vida se le va a chorros a mucha gente, que no se da cuenta del inmenso caudal de juventud o de madurez, de amor o de vida que acaba malogrando.

“Parar creer en Jesús hay que empezar primero por verse enfermo, triste, pobre. Dejar que brote y tome cuerpo una sed de otra agua, de otra plenitud. Mirarlo después a él, sentir que lleva la respuesta a todas mis preguntas, que guarda la llave de todos mis anhelos. Poner el corazón de rodillas y tender hacia él las manos suplicantes. En esa exacta medida su vida calmará mi sed, su medicina curará mis heridas”. (J Guillén).

Quizá entre los miles de comulgantes que nos acercamos cada domingo a participar de la Eucaristía haya muchos que siguen cerrados en si mismos, incapaces de vivir la comunión con nadie, incapaces de compartir. Muchos a los que, tal vez, se les va la vida a chorros. Es que no es lo mismo apretujar a Jesús que tocarlo con fe. No es lo mismo el consumo de sacramentos que entrar en comunión con la muerte y la resurrección de Cristo.

Nos acercamos con verdad a los sacramentos cuando dejan de ser actos sociales o puramente rutinarios; cuando sabemos que algo importante para nuestra vida se ventila tras los signos que los significan y arropan. Entonces, aunque estemos muertos, como la niñita de Jairo; aunque llevemos doce años, como la hemorroisa, viendo cómo la vida se nos escapa a chorros, podemos sentir que nos hemos encontrado con quien dijo: “Yo he venido para que los hombres tengan vida, y vida en plenitud”. Entonces podremos cantar con el salmista: “Sacaste mi vida del abismo; me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa. Cambiaste mi luto en danzas; te daré gracias por siempre”.