+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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29 de junio de 2013

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]C[/fusion_dropcap]uando se completaron los días en que iba a ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de caminar a Jerusalén”. El texto original dice que “endureció el rostro”. No es un viaje de capricho. Sabe lo que le espera. Es una decisión libre, firme, granítica. No tiene otra mirada, otra pasión ni otro empeño que hacer la voluntad del Padre y la liberación de los hombres. En la página evangélica que comentamos “el rostro” asume una importancia extraordinaria, comporta el significado de una opción profunda, de una decisión irrevocable por duro que sea el camino, equivale a nuestro “apretar los dientes”.

Es un viaje físico y, a la vez, espiritual. En el viaje, Jesús va a hacer más explícita la conciencia de su misión. Se manifiesta progresivamente ante los hombres y mujeres que encuentra, así como ante sus discípulos, como el enviado por Dios para el anuncio definitivo de su amor, de su justicia, de su liberación. Quien se acerca a él aprende a mirar dentro de su propio corazón, a evaluar sus propias posibilidades y sus límites, la verdad o no de sus opciones.

Por otra parte, el viaje le pone a Jesús en contacto con las situaciones de vida de las personas, con sus aspiraciones y con sus sufrimientos, con sus ideales más nobles y con sus frustraciones. En el evangelio encontramos una riqueza tan admirable de historias personales, de relatos intensos y originales que, aunque sólo fuera por eso, valdría la pena leerlo. Ahí podemos encontrarnos, de una u otra manera, todos retratados.

Tenían que pasar por Samaria. Los samaritanos, como sabemos, mantenían una enemistad crónica con los judíos. Sólo porque Jesús y su grupo van de camino a Jerusalén, símbolo del poder judío, no les permiten alojarse en sus aldeas. Ello irrita tanto a los discípulos que le hacen a Jesús una propuesta deshonesta: “Señor, ¿quieres que pidamos que caiga  fuego del cielo y los abrase?”. Es una reacción curiosa. Apenas han iniciado el camino y sus discípulos ya están pidiendo la eliminación de quienes ponen obstáculos. La severa reprimenda de Jesús es una admirable enseñanza frente a cualquier tipo de fanatismo, sea del signo que sea.

A lo largo del viaje Jesús va tener otros encuentros con diferentes tipos de hombres. Dos  de ellos, fascinados por la palabra y la manera de ser de Jesús, le piden que les permita seguirle. El tercero es invitado por Jesús mismo a seguirle. En los tres casos, Jesús subraya la radicalidad de la elección para quien quiera seguirle; ha de estar dispuesto a exponerse a la precariedad y la inseguridad (“las aves tienen nido y las zorras madriguera, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza). Se necesita estar desprendido hasta de lo más querido. Supone poner en crisis vínculos, tradiciones y hasta un cierto sentido común (“deja los muertes que entierren a sus muertos”). Nidos, madrigueras, tradiciones, afectos, son símbolos elocuentes de las seguridades en que nos agazapamos para eludir el riesgo del camino.

A lo largo del fascinante viaje de nuestra vida, sobre todo si la queremos inspirada en el evangelio, seguramente llega un momento en que hay que definirse. Es la hora en que se nos pide sencillamente fiarnos de Dios y de su proyecto para nuestra vida, de seguirlo con decisión firme, con determinada determinación, que diría la Santa de Ávila, sin esperar a confirmaciones o consensos, sino asumiendo clara y lucidamente las consecuencias de la propia elección. “Quien regala la propia libertad es más libre que quien se ve obligado a retenerla” decía aquel pedagogo admirable que era el cura de Barbiana.

En la comunidad de Lucas, reclamada por la urgencia de la misión, pero preocupada también por las defecciones y la inconstancia de algunos creyentes, las sentencias de Jesús eran un test serio para verificar la fidelidad a los compromisos asumidos. En “el año de la fe” pueden ser un buen test para muchos de nosotros, que, por no arriesgar, corremos el riesgo de quedarnos flotando, por pura inercia, en el vacío de la mediocridad.