+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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26 de junio de 2010

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Viajar es siempre una experiencia interesante: ensancha nuestros horizontes culturales, permite el encuentro con otras tierras y, sobre todo, con otras personas. Viajar no sólo abre el espíritu a realidades nuevas, sino que nos capacita para ser más acogedores; facilita afrontar de manera positiva la diversidad y apreciar la variedad de situaciones y maneras de vivir de la gente. También existe el viaje al interior de uno mismo, un viaje siempre necesario y no siempre experimentado. No recuerdo quién decía, haciendo caricatura evidentemente, que hay personas cuya piel dista más de su alma que la estrella más lejana.

En el evangelio de este domingo vemos a Jesús de viaje. Un viaje que es, a la vez, espiritual y físico. Su viaje a Jerusalén le sirve para hacer más explícita la conciencia de su misión. Se manifiesta progresivamente ante los hombres y mujeres que encuentra, así como ante sus discípulos, como el enviado por Dios para el anuncio definitivo de su amor, de su justicia, de su liberación. Quien se acerca a él aprende a mirar dentro de su propio corazón, a evaluar sus propias posibilidades y sus límites.

Por otra parte, el viaje le pone a Jesús en contacto con las situaciones de vida de las personas, con sus aspiraciones y con sus sufrimientos, con sus ideales más nobles y con sus frustraciones. En el evangelio encontramos una riqueza tan admirable de historias personales, de relatos intensos y originales que, aunque sólo fuera por eso, valdría la pena leerlo. Ahí podemos encontrarnos, de una u otra manera, todos retratados.

Pero, como en todo viaje de aspiraciones altas, no faltan los contratiempos que dificultan el logro de los objetivos. Los samaritanos, como sabemos mantenían una enemistad crónica con los judíos. Sólo porque Jesús y su grupo van de camino a Jerusalén, símbolo del poder judío, no les permiten alojarse en sus aldeas. Ello irrita tanto a los discípulos que le hacen a Jesús una propuesta deshonesta: “Señor, ¿quieres que pidamos que caiga fuego del cielo y los abrase?”.

Es una reacción curiosa. Apenas han iniciado aquel viaje evangelizador que ya están pidiendo la eliminación de quienes ponen obstáculos a su camino. La severa reprimenda de Jesús es una admirable enseñanza frente a cualquier tipo de fanatismo, venga de la derecha o de la izquierda, sea del signo que sea.

A lo largo del viaje Jesús va tener otros encuentros con diferentes personas: Dos de ellas, fascinadas por la palabra y la manera de ser de Jesús, le piden que les permita seguirle. La tercera es invitada por Jesús mismo al seguimiento. En los tres casos Jesús subraya la radicalidad de la elección de quien quiere o es invitado a seguirle. Es exponerse a la precariedad y la inseguridad (“las aves tienen nido y las zorras madriguera, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza»). Se necesita estar desprendido hasta de lo más querido. Supone poner en crisis vínculos, tradiciones y hasta un cierto sentido común (“deja los muertes que entierren a sus muertos”).

A lo largo del fascinante viaje de nuestra vida, sobre todo si la queremos inspirada en el evangelio, seguramente llega un momento en que hay que definirse. Es la hora en que se nos pide sencillamente fiarnos de Dios y de su proyecto para nuestra vida, de seguirlo con decisión firme, con determinada determinación, que diría la Santa de Ávila, sin esperar a confirmaciones o consensos, sino asumiendo clara y lucidamente las consecuencias de la propia elección. Esa es la hora de la segunda llamada, o de la conversión. De lo contrario, como al cohete enviado al espacio, al que se le agota la fuente de energía que lo propulsaba, corremos el riesgo de quedarnos flotando por pura inercia en el vacío de la mediocridad. ¡Lo que puede enseñarnos un viaje, sobre todo si es al interior de uno mismo!