+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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18 de junio de 2016
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]U[/fusion_dropcap]na característica de nuestro tiempo es la invasión de las encuestas. Todo se somete hoy a esta práctica: el pasado, el presente y el futuro. Y en tiempo de elecciones podemos ser encuestados hasta sobre los futuribles: ¿Quién ganaría las elecciones con otra persona al frente de tal o cual partido?
De encuestas va también el evangelio de este domingo. La escena debió de quedar bien gravada en la mente y el corazón de los discípulos. La refieren tres de los cuatro evangelistas. Trascurre un lugar solitario, en Cesarea de Filipo, a la sombra del monte Hermón del que brotan las aguas del río Jordán, un lugar a propósito para la oración y las confidencias.
Los discípulos llevan tiempo conviviendo con Jesús, han visto sus signos, han escuchado sus palabras, han observado cómo ora, su libertad ante la Ley y su valentía para denunciar la injusticia y la falsedad aunque éstas se alberguen en el corazón mismo del Templo. Seguramente hay una pregunta que no cesa de escarbar en su alma: ¿Quién es realmente este hombre, qué misterio se esconde tras el carpintero de Nazaret?
Jesús es ya suficientemente conocido como para que en torno a su persona circulen toda clase de cábalas. Además, se acerca el tiempo de emprender la subida a Jerusalén, donde va a ponerse a prueba la confianza de sus discípulos en él. Por eso, le interesa, sobre todo, ver qué piensan éstos de él. Pero no entra de golpe, recurre a una pedagogía progresiva. Empieza por una pregunta menos comprometida: ¿Quién dice la gente que soy yo? Había opiniones para todos los gustos: En los círculos del poder religioso unos le llamaban despectivamente “samaritano”, otros, que estaba endemoniado; la gente humilde decía que se trata de un hombre excepcional, tal vez un enviado de Dios como Juan el Bautista o, tal vez, un profeta al estilo de Elías o de los antiguos profetas.
¿Qué nos contestarían si saliéramos hoy a la calle, micrófono en ristre, en una suerte de encuesta rápida de opinión?
Hay una pregunta que es personal e intransferible, que no se dirige a la opinión pública, pero que es la que a Jesús le interesa realmente: “Y vosotros ¿quién decís soy yo?”. La contestación de Pedro es admirable: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”.
(Digamos de paso que, más allá de las controversias sobre el papado, más allá de los apegos sentimentales o de los ataques viscerales, nadie puede negar el rol eminente de Pedro en los evangelios. Los papas últimos han sido bien cuidadosos de recuperar esta imagen. En las horas de fluctuación, cuando los cristianos vacilan, cuando las ideas dejan de estar claras y se debilita la fe, qué admirable servicio el de Pedro y sus sucesores levantando su voz desde el corazón de la Iglesia, para confirmar a sus hermanos en la fe.)
Tras la confesión de Pedro, que Jesús ratifica, ya saben los discípulos a qué atenerse. Es entonces cuando Jesús, en lugar de hablar de lo que todos esperaban del Mesías –la paz, la liberación, el fin de todos los males-, les anuncia claramente y sin tapujos su pasión, muerte y resurrección. Ni que decir tiene que les cayó como un jarro de agua fría, hasta el punto de que el mismo Pedro se puso a decirle que aquello no podía ser así. Siempre es difícil de entender el camino de la cruz. Pero Jesús, después de recriminar duramente a Pedro, insiste: “El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz de cada día y se venga conmigo. Porque el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que la pierda por mi causa, la salvará”.
La cruz no es la búsqueda del sufrimiento por el sufrimiento. Es la epifanía de la libertad y de la solidaridad. La cruz sólo se entiende desde el amor: “Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo”. Es la expresión máxima de la solidaridad de Dios, más fuerte que el rechazo que sufre: Rechazado por nosotros, muere por nosotros.
El cristianismo no es enemigo del gozo y la alegría, pero sabemos que nadie puede construir una vida airosamente digna sin una fuerte dosis de sacrificio y de generosidad. Quien no es capaz de olvidarse de sí mismo es incapaz de amar. Quien no sabe de sacrificios difícilmente sabrá de amores verdaderos.