+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

|

18 de junio de 2013

|

75

Visitas: 75

[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]a escena acontece en una de esas aldeas en que todos se conocen. Simón, el anfitrión, es un fariseo, un judío de estricta observancia. A pesar de los reproches que éstos recibían de Jesús, parece que Simón sentía una cierta simpatía por el Maestro, de lo contrario no le habría invitado a un banquete en su casa. La denominación de “banquete” seguramente es algo pretenciosa.  

En los banquetes de la época, los invitados, hombres únicamente, se tendían en divanes, vueltos hacia la mesa, con los pies hacia afuera. Se apoyaban sobre el brazo izquierdo y comían con el derecho, sin cubiertos.

Todo se desarrollaba aquel día con normalidad hasta que la irrupción de una mujer en escena va a generar una atmósfera de tensión contenida. Habría que ver las miradas de los invitados y, sobre todo, el gesto contrariado del anfitrión. Pero dejemos que nos hable el texto.

He aquí que entra una mujer a la que todos en la aldea consideran una pecadora pública. Sin pedir permiso a nadie empieza a besar los pies desnudos de Jesús mientras los unge con perfume, lo que es de agradecer en Oriente, donde el calor suele ser sofocante. Impresionan, sobre todo, sus lágrimas, que riegan los pies de Jesús, que ella intenta secar con su cabellera suelta. La acción que realiza resultaría cuando menos chocante, si no provocativa y escandalosa incluso en nuestra época, en que todo está permitido. Imaginemos el desconcierto de los asistentes ante lo que seguramente interpretan como gestos eróticos.

Jesús sabe qué es lo que está pasando por la imaginación de Simón y de los demás. “Si éste fuera un profeta sabría quién es la “prójima” que tiene a sus pies”. Se equivocan. Es una mujer a quien la acogida y el perdón de Jesús la habían rehabilitado. La que hasta entonces había pasado por tantos hombres como un oscuro objeto de deseo y placer, dejando su corazón vacío, se ha sentido tan amada y valorada en su dignidad que ello la ha empujado a romper barreras y a devolver, en forma de perfume y de lágrimas, el amor recibido: “Simón, se la ha perdonado mucho porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, poco ama”.

Así contesta Jesús a las preguntas que se hacían los invitados sobre la identidad de Jesús y de la mujer: No la juzga, sino que manifiesta su profunda simpatía y compasión con quien tiene necesidad de perdón; manifestando que Dios no abandona a nadie; que incluso al que no le conoce, le abre vías de acceso impensables, sólo por él conocidas. En Jesús, Dios habla a cada hombre de manera diversa, respetando las etapas de maduración o la cultura propia. Dios mira con atención amorosa a todo el que le busca, sea de manera subterránea y misteriosa, sea de manera directa y apasionada, con cantos o con lágrimas.

Secundar este diálogo, muchas veces subterráneo de tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo, es tarea del que ha tenido la gracia de creer, de quien acepta hacerse testigo de la fe. A lo mejor ese arte permite recuperar trozos de fe perdida, despertar nostalgias dormidas, hacer ver que ninguna experiencia de vida es insignificante o despreciable para el Dios de Jesucristo, que es el Dios de la libertad y de la verdad. ¿No será ésta la mejor manera de acoger a quienes, como la mujer pecadora, se acercan a nuestra sala del banquete buscando acogida y hospitalidad?

Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama”. ¡Que admirable! ¿Cómo podían los invitados en casa de Simón entender el gesto de aquella pobre mujer, si sus pecados eran disimulados a base de rezos y prácticas de aparente piedad; si nunca habían gustado la experiencia del perdón que libera?

Recuerdo, a propósito de este texto, lo que me decía un matrimonio, cuyo amor yo admiraba. “Nos queremos tanto, porque nos perdonamos muchos. Ya sabes, al que poco se le perdona, poco ama”.