+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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9 de junio de 2018

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]Q[/fusion_dropcap]ueridos amigos:

Los evangelios no nacieron con la intención de hacer una biografía de Jesús. Brotaron de la necesidad de guardar sus enseñanzas, alimentar la fe de los creyentes e iluminar, a la luz del recuerdo vivo de las palabras y hechos de Jesús, los nuevos problemas que surgían en las comunidades. Por esa misma razón, nos han dejado retazos preciosos de su vida y de su actuación.

El texto de este domingo recoge tres instantáneas, tres cuadros seguramente interrelacionados que, además de transmitir un mensaje, manifiestan la frescura y el realismo de un trozo de vida de Jesús.

Primer cuadro: El nuevo y arriesgado mensaje que Jesús va anunciando por las aldeas, su género de vida – sin un techo para cobijarse-, y el tipo de gente con que se relaciona dan lugar a que «sus parientes vengan a buscarlo, porque piensan que no está en sus cabales«.

La escena, me evoca, aunque no venga demasiado a cuento, recuerdos personales: Llevaba pocos años de sacerdote y habíamos organizado un campamento de verano a la sombra de los frondosos alisos de la ribera del Tormes. Los chicos, adolescente y jóvenes, bastante alejados de la Iglesia, se agolparon una mañana en la única tienda de la aldea próxima. Algunos de ellos, aprovechando el barullo, sustrajeron unas chucherías de escaso valor.

Aquella misma tarde se presentó el bueno del tendero, acompañado del alcalde y el cura, porque de curas iba el campamento, profiriendo amenazas e improperios: «Pierde usted el tiempo si piensa sacar algo de este hatajo de golfos». Ni siquiera nuestra intención de resarcirle con creces logró cortar la sarta de lindezas de aquel hombre agraviado.

Cinco años más tarde, preparando otra acampada, comentábamos alegres aquel incidente: Algunos de los «golfos» eran ahora militantes cristianos, responsables de otros grupos juveniles. Aquello me confirmó que no siempre tienen razón los bien-pensantes.

Quienes pretenden hoy seguir la ley del evangelio suelen correr una suerte idéntica a la de Jesús. Tampoco parecen estar en sus cabales todos aquellos que aceptan la solidaridad frente al individualismo, el sufrimiento y la renuncia por los otros frente a la «dulce vida» o la mansedumbre frente a la violencia. Parece que la filosofía «sensata», imperante tanto en la época de Jesús como en la actualidad, sigue siendo la que proclamaba aquella vieja canción: «Tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor».Y esto, entendido en su más frívola interpretación. Quienes no siguen tales planteamientos parecen no estar en sus cabales.

El segundo cuadro completa el anterior: Si los familiares de Jesús pensaban que no estaba en sus cabales, sus enemigos, los fariseos, decían que los signos que hacía los realizaba por connivencia con Belcebú, el príncipe de los demonios.

No hay peor ciego que el que no quiere ver. Nuestra sociedad, promotora de una cultura que “pasa” de los signos de Dios y se ríe del pecado, debería meditar seriamente lo peligroso de tal actitud, que puede llevar a la ceguera total. Es el camino directo para acabar tergiversando hasta las verdades más evidentes en función de los propios intereses y gustos.

El tercer cuadro tiene un encanto especial: Aparece la silueta de la Madre de Jesús al fondo. Le dicen de golpe a Jesús: «Ahí están tu madre y tus hermanos«. Y Jesús que responde: «Mi madre y mis hermanos son los que cumplen la voluntad de Dios».

A primera vista, la frase nos resulta áspera, molesta, poco delicada y atenta para con la madre. Leída en el contexto de los cuadros anteriores nos entrega su verdadero sentido: Frente a sus familiares que juzgan su actividad apostólica de «no estar en sus cabales; frente a los fariseos, que presumían de cumplidores de la ley y acusan a Jesús de actuar en nombre de Belcebú, Jesús afirma su sintonía con quienes cumplen la voluntad de Dios. Y por el mismo evangelio sabemos que quien mejor guardó la Palabra en su corazón, quien cumplió con más fidelidad la voluntad de Dios fue María. Ella quizá no lo entendía todo, pero toda su vida fue un ir haciendo realidad lo que había dicho en la Anunciación: «Hágase en mí según tu palabra».

Lo que a primera vista parece un ex-abrupto, resulta ser, en el fondo, el más discreto y delicado piropo de Jesús a su Madre. Eso no quita para que ella tuviera que ir asumiendo que su Hijo se debía un plan que venía de más alto y de más hondo que el que las madres pueden soñar para sus hijos.