+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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7 de junio de 2008
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La historia de Israel, el pueblo en que hunde sus raíces Jesús, no es una historia ejemplar ni edificante. A lo largo del Antiguo Testamento, junto a textos de una finura espiritual exquisita, desfilan también violencias, venganzas, infidelidades, lujurias, mentiras. No es extraño que algunas de sus páginas hayan sido motivo de escándalo en determinados contextos puritanos. Es una historia que se nos presenta hasta menos acicalada que la de otros pueblos. Pero es, sobre todo, una historia sobre la que brillan, con luz propia, la misericordia y la paciencia de un Dios que conduce trabajosamente al pueblo hacia el futuro y, a la vez, una historia en la que resuena el clamor de todos los que aspiran y suspiran por la salvación. La fidelidad de Dios, que permanece para siempre, protagoniza esa historia, hasta convertirla en Historia de Salvación.
Se me ocurren estas reflexiones leyendo el relato autobiográfico de su vocación que el apóstol Mateo nos sirve en los textos litúrgicos de este domingo.
Mateo, que desempeñaba un oficio considerado entonces tan poco honesto y tan corrupto como era el de cobrador de impuestos, fue llamado por Jesús cuando andaba detrás del mostrador. Dios llama a quien quiere, como quiere y cuando quiere. El que vale no es el «llamado», como podemos creernos o pueden hacernos creer algunos, sino el que llama. El llamado es un instrumento en manos de Dios.
«Jesús le dijo: Sígueme. Y él se levantó y le siguió». Ahí es donde empieza lo más grande de Mateo, en la correspondencia a la gracia. Porque pueden darse diferentes respuestas: la decisión generosa y rápida, el dar largas al asunto o, sencillamente, volver la espalda al Señor. Todo cristiano es un llamado; por eso, todos, y muy especialmente quienes hemos recibido una llamada de especial consagración, deberíamos meditar constantemente sobre la firmeza de nuestro sí, sobre la sinceridad de nuestra entrega, sobre las aleaciones de ganga o de generosidad que configuran nuestro seguimiento.
Mateo era consciente de que lo suyo había sido algo gratuito, sin mérito propio. Debió de ser la suya una sensación tan fuerte y tan parecida a la de sentirse curado, perdonado o salvado que quiso sellar la experiencia del acontecimiento con un banquete en su propia casa. Un banquete al que, juntamente con Jesús, invitó a toda su camarilla. Y aquí saltó el escándalo de algunos de sus contemporáneos más «píos». ¿Qué hacía alguien como Jesús sentado a la mesa con los publicanos y los pecadores? Pero éste sería el estilo de la escuela de quien no vino a buscar a los justos, sino a los pecadores. Así nos enseñaba que la evangelización no consiste ante todo en rodearse de gente selecta, sino en anunciar a todos los que lo necesitan la misericordia, la ternura y la fidelidad de Dios.
Con la organización de la fiesta de su vocación, Mateo nos está diciendo, sin proponérselo, que seguir a Jesús, aunque sea con la cruz a cuesta, no es aventura para gente triste, no es optar por un proyecto con fecha de caducidad, sino por la única propuesta que tiene garantías de futuro, incluso más allá de la muerte. Es haber descubierto el amor manifestado en Cristo, el único dinamismo capaz de salvar a este mundo.
Me sentó mal lo de aquella mentecata, que se expresaba así: «Era tan paradito el pobre, que, al final, se metió a cura». No se había enterado de que el seguimiento de Jesús, cuando es verdadero, puede llevar a la más perfecta alegría. Eso era lo que deseaba aquel juglar de Dios que era Francisco de Asís para sus frailes menores.
Dios toma en serio el pasado de las personas, pero le interesa sobre todo el futuro. En lo viejo es capaz de recrear lo más nuevo. La clave de la felicidad en el seguimiento está en renunciar de verdad a lo que se ha dejado y comprometerse con toda el alma con lo que se ha asumido. De lo contrario, el individuo anda siempre como partido en la esquizofrenia de la ambigüedad, añorando, por una parte, lo que ha dejado e incapacitado, por otra, para gustar hasta el fondo aquello que ha elegido. Ello es aplicable a la vocación sacerdotal, a la religiosa y, ¿cómo no?, a la de cualquier cristiano, incluida la vocación matrimonial.