+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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4 de junio de 2016
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¿Pero Dios dónde estaba? La pregunta vuelve ineludible y lacerante cada vez que acontece una catástrofe, un accidente mortal o un episodio de intolerable violencia contra las personas. Es como el grito de la sangre inocente, que se levanta cada vez que el dolor irrumpe prepotente y de improviso en la historia de la humanidad. La pregunta se torna incluso más punzante si nos ponemos frente a la muerte de Jesús. ¿Por qué el Padre ha permitido que su Hijo, el único verdaderamente inocente, acabase en el suplicio de la cruz?
Jesús no ha eliminado la muerte, nos ha librado de ella compartiendo nuestra muerte y haciéndonos partícipes de su resurrección; entregando su vida, nos ha dado la vida. Dios, de alguna manera, se autolimita por respeto a las leyes de la naturaleza y a la libertad humana. Lo entendamos o no, se trata de un misterio de amor.
El evangelio de este domingo nos narra el episodio de la resurrección del hijo de la viuda de Naín, una ciudad que se encuentra en la llanura de Galilea, próxima al monte Tabor.
“Iba Jesús con sus discípulos y mucho gentío”. Fue al acercarse a las puertas de la ciudad. Sacaban a enterrar a un muchacho. Entre la comitiva que acompañaba al cadáver camino el cementerio, pegada al féretro, van “la soledad”, el dolor de las entrañas desgarradas de una madre que ya había perdido a su marido, y que ve ahora cómo la muerte le ha arrebatado a su hijo.
Dicen los expertos que Nain, el nombre de la ciudad, significa “delicias”. Y delicioso estaba llamado a ser el mundo que Dios creó bueno, lleno de belleza y rebosante de vida. Pero Naín no era ahora delicias, ni jardín, ni gracia, ni sonrisa de Dios. Jesús se encuentra de cara con la muerte y su enorme cortejo de dolores y lágrimas. Naín es ahora ciudad de soledad y tristeza.
La procesión fúnebre es un emblema inequívoco de nuestra condición histórica y existencial. Somos una humanidad viuda de Dios, que llora la muerte del hijo, del futuro, de la esperanza. En el llanto y en los ojos de aquella viuda contempla Jesús los llantos, los ojos de la humanidad apagados, desolados, húmedos de miedo.
Es ahora cuando Jesús, misericordioso, conmovido hasta las entrañas, dice a la madre: “No llores”. Se lo dice a toda la humanidad: “No llores”.
En el hecho de poner en pie al joven difunto se nos revela que el mal y la muerte no tendrán la última palabra. Jesús es el Señor de la muerte y de la vida. La prueba de ello es la vuelta del muchacho a la vida, y lo será, sobre todo, la resurrección de Jesús tras su muerte en cruz. Esa es nuestra esperanza.
El “no llores” sabe a caricia de madre, que dice a su pequeño: “No llores, hijo mío, estoy aquí, contigo, lo estaré siempre”. Es más que una cálida palabra de consuelo; es el anuncio luminoso de que han terminado el miedo y el peligro; de que la muerte ha sido vencida, de que con Jesús podemos levantarnos. Porque Él nos repite a todos y a cada uno: “Muchacho, a ti te lo digo, levántate”.
Necesitamos que el Señor pase por nuestras ciudades y aldeas para recordarnos que aunque tengamos que pasar por la muerte, como es propio de la humanidad caída, estamos destinados a la vida: A la Vida con mayúsculas, la que viene de Él, y a cualquier otro proyecto de vida, quizá con minúscula, pero siempre importante por ser personal.
Cristo, atravesando nuestra condición de carne mortal nos ha injertado el germen de la nueva vida. Cuando esto se sabe, y, sobre todo, cuando esto se experimenta, no es extraño que la gente dé gloria a Dios, y exclame, como los de Naín: “¡Un gran Profeta ha surgido entre nosotros!”, “¡Dios ha visitado a su pueblo!”.