María José Alfaro Medina
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26 de diciembre de 2020
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Hace unos días un amigo me enseñó una figura tallada en madera, era de S. José, de pie, con dos tórtolas entre las manos, representando el momento de la presentación de Jesús en el Templo. La imagen me pareció preciosa, comenté que veía ternura en sus manos, pero me llamó más la atención el gesto de su cara, representaba la importancia de ese momento en la sociedad judía: cumplían con lo “establecido”. Seguro que aquella escena quedó grabada en el corazón de José y María, porque allí estaban los tres, con la confianza depositada en Dios y la certeza de estar en el camino correcto, pero con la incertidumbre acerca de aquel niño que mecían entre sus brazos, aquel Niño que el mundo esperaba y no todos reconocían.
Eran los responsables de Jesús, la Promesa hecha realidad. El Mesías dependía totalmente de ellos, eran los elegidos para que el proyecto de salvación de Dios se cumpliera. Hoy se nos invita a contemplar la escena de la presentación, pero en estos días también nos acercamos a la Sagrada Familia a través de la imagen del nacimiento de Jesús en muchos y diversos belenes, para adorar al Niño recién nacido. Él es el centro, pero Dios quiso encarnarse en el seno de una familia, y por eso nos fijamos también en quién lo arropa, lo acoge, lo cuida, lo ama.
María está presente a lo largo del año en muchos momentos, sabemos cosas de ella, desde su temprano “si” al sufrimiento de sobrevivir a su hijo, siendo capaz de aunar dolor, fortaleza y esperanza. José en cambio es el gran desconocido, pero lo poco que sabemos de él nos habla de humildad, confianza, trabajo… En este año que la Iglesia le dedica, aprovechemos para acercarnos a su figura, al ejemplo de cómo vivir, y ser, desde la cercanía a Jesús y María.
En estas fechas parece que la familia es más importante, la publicidad nos habla de reuniones familiares, también las noticias se hacen eco de compras, salidas, viajes, para que tengan lugar esos encuentros. Pero la familia siempre es importante, en cada momento del año, en cada circunstancia… y prueba de ello es que no sólo en estos días duelen las ausencias. Este año es aún más palpable esta realidad. Muchas familias, muchas, muchas, muchas, sienten el dolor de una “despedida” que no tocaba, de palabras y sentimientos que no hubo oportunidad de expresar…
Dicen que el camino más rápido para valorar algo es perderlo. No dejemos que la vida nos dé esa lección, aprendamos a valorar lo que tenemos. Amemos a quién nos dio la oportunidad de vivir, a quién nos cuidó e intentó darnos todo aquello que creyó que nos haría feliz. Amemos y cuidemos a aquellos a quienes damos la vida, a los que crecieron junto a nosotros, a quienes acogemos como si siempre hubiesen estado a nuestro lado. Miremos a nuestro alrededor, y cuidemos a quién nos ama aunque no hayan formado parte siempre de nuestra vida, miremos con ternura a quién se siente más débil, por el motivo que sea, a quién necesita un lugar para cobijarse o, a quién simplemente, pasa por nuestra vida, por un pequeño espacio de tiempo, para enseñarnos algo. Porque la familia se ensancha más allá de los lazos de la sangre, la familia está en el lugar que sentimos como nuestro hogar, donde nos sentimos reconocidos, valorados y respetados, sin miedo a ser juzgados. Amemos y cuidemos a nuestra familia, sea la que sea, y sea como sea. Acojamos a cada uno como es, abramos caminos de entendimiento, de respeto, de armonía…
La Sagrada Familia tuvo que afrontar muchos y difíciles momentos, pero hubo algo que siempre tuvieron: la confianza en Dios y el amor. Esto último es como el pegamento que todo lo arregla, si existe amor habrá solución al problema, a la distancia, incluso, y aunque parezca contradictorio, hará llevadera la ausencia, porque el amor pervive en los recuerdos que nos unieron físicamente a los que ya no están. El amor termina sanando las heridas que la vida nos deja. Fijemos nuestro corazón en ese amor y construyamos sobre él la vida que comienza con cada amanecer. FELIZ NAVIDAD, HOY Y SIEMPRE.