Manuel de Diego Martín

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3 de abril de 2010

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El domingo pasado, escuchábamos con un dolor que traspasaba el alma ese grito de “crucifícalo, crucifícalo”. Y como el griterío iba en aumento, Pilato para ahorrarse problemas, entregó a Jesús a los irresponsables jefecillos, para que hicieran con Él lo que les viniera en gana. Y lo que el cuerpo les pedía era crucificar a Jesús.

Esto es todo un síntoma y un símbolo. Nuestra humanidad ha quedado también al arbitrio de los poderes de este mundo para que hagan con ella lo que les venga en gana, siguiendo sus intereses a cual más egoístas y sucios. ¿Qué ha sucedido? “Justicia y paz” que celebra los cuarenta años de su creación, nos recordaba en un informe hace poco unas cifras de escalofrío. Tales como que diez millones de niños mueren antes de cumplir diez años por causas evitables; que 923 millones no tienen acceso a la comida suficiente para alimentarse…Y seguía una letanía sobrecogedora de injusticias.

Decimos hoy que el Crucificado ha resucitado. ¿Qué hacer para que los crucificados de nuestro mundo puedan resucitar también? El papa Benedicto hacía este diagnóstico: “la marginación de los pobres del planeta sólo encontrará una solución global si todo hombre se siente herido por las injusticias que hay en el mundo y las violaciones de los derechos humanos vinculados a ellas”.

“Sus heridas nos han curado”, canta la Liturgia. ¿Seré capaz de dejarme herir la conciencia, el corazón para ser yo también causa de salvación? Junto a los crucificados de la tierra, tengo que crucificarme yo también, es decir sentir el dolor, la santa rabia de ver el sufrimiento de mis hermanos desde Jesús y donde Jesús, el Hijo de Dios, es crucificado cada día.

Entonces sí, con el corazón herido, podremos cantar aleluya. Podremos cantar aleluya porque con mis heridas, es decir, con mi compromiso radical por la justicia, tendré la posibilidad de curar a muchos de mis hermanos. Si así es, ¡viva la vida, Feliz Pascua de Resurrección!