+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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21 de febrero de 2009
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Jesús no buscaba los baños de multitudes; más bien los rehuía. La espera mesiánica era ambigua en su tiempo. De vez en cuando surgía algún iluminado que movilizaba a la gente, deseosa, más que de cambiar el corazón, de solución a sus problemas inmediatos. Por eso, Jesús imponía discreción a los beneficiados por sus curaciones. Su gran milagro sería el de su muerte y resurrección. Pero, a veces, se corría la voz de que Jesús había llegado al pueblo, y la gente acudía presurosa.
Las casas orientales eran más bien bajas, rematadas por una terraza a la que se accedía por una escalera exterior. El techo solía ser un entretejido de cañas sobre maderas cubiertas de barro seco.
Hoy le vemos predicando en una de esas casas, situada probablemente en un laberinto de calles estrechas, como podemos ver cuando visitamos las excavaciones de Cafarnaún. Los que no han podido entrar se agolpan a la puerta impidiendo el acceso. Es un auditorio variopinto. Unos han acudido seducidos por sus enseñanzas; otros, esperando algún milagro, y no faltarían quienes fueran con intención de espiarle. Pero Él, como decía más arriba, no actúa a base de gestos espectaculares, sino simplemente con su palabra, la humilde palabra capaz de poner en comunicación los corazones, creando entre ellos una comunión espiritual.
En éstas estaba, cuando llegan cuatro hombres llevando un paralítico, y, como no podían introducirlo por la puerta debido al gentío, se les ocurrió nada menos que abrir un boquete en el techo y descolgar la camilla con el paralítico. Eso es lo que se llama algún comentarista con humor un auténtico ingreso de urgencia, para lo que se necesita una buena dosis de audacia y de fe.
Jesús, viendo la fe que tenían, puso sin embargo la atención en otra «urgencia» que le debió de parecer más grave, y con la que, a la vez, clarificaba el sentido más hondo de su misión. Quiso que los asistentes pensaran en la parálisis del espíritu, que, causada por el pecado, puede acabar invadiendo poco a poco la vida del hombre. Por eso, ante la admiración de unos y el escándalo de otros, dijo. «Tus pecados quedan perdonados».
No se despreocupó del mal físico. Al contrario, hizo que aquellos miembros recobraran su anterior agilidad. Pero aludiendo al pecado, manifestaba claramente el objetivo primero y principal de su misión, que abarcaba al hombre entero, al cuerpo y al espíritu. Por eso, antes de decirle “levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”, le dijo: “Tus pecados quedan perdonados”, señalando, así, que su «salvación» empezaba desde el interior.
Nos viene bien esta enseñanza de Jesús a nosotros que, tan frecuentemente, descuidamos el cultivo de nuestro interior. Aunque siga habiendo enfermedades casi incurables, hemos avanzado a velocidades de vértigo en el campo científico-técnico. Nuestros antepasados se quedarían sorprendidos si pudieran observar nuestras comodidades. La realidad ha superado a la ficción.
Subidos al tren del progreso no estamos dispuestos a renunciar por nada del mundo a lo ya conseguido. Saltaríamos sobre cualquier obstáculo; buscaríamos cualquier resquicio por el que acceder con tal de mantener la salud, incrementar nuestra economía o no disminuir en confort.
Pero es posible que, en la medida en que hemos «saneado» nuestra vertiente material, subiéndonos al carro del progreso, en la misma medida vayamos descuidando los afanes espirituales. “En la proporción en que nos hemos atrincherado en el bienestar; al mismo tiempo que hemos ido abriendo «boquetes de urgencia» para que entraran por ellos todas las sugerentes ofertas de la propaganda y del mercado, en esa misma proporción se nos están escapando por la ventana nuestros más hondos valores espirituales y religiosos”. (M. Elvira).
Bienvenidos el progreso y el bienestar, y ojalá que llegaran a todos los hombres, pero ¿no estará necesitando el hombre de hoy que alguien le diga también: “Tus pecados deben ser perdonados”. ¿No estaremos necesitando todos acercarnos «por vía de urgencia» a quien ofrece gratuitamente vida completa y plena, salud del cuerpo y del alma? ¿Lograremos arreglar los muchos problemas de nuestro mundo si no empezamos arreglando el corazón del hombre?
Termina el fragmento evangélico con estas palabras: “Todos estaban admirados y daban gloria a Dios diciendo: Jamás hemos visto cosa igual”. Toda liturgia penitencial, como toda sanación, termina siempre en liturgia de acción de gracias; el perdón acaba siempre en fiesta. Sólo cuando se ha experimentado el asombro del encuentro con Jesús, empieza uno a entender lo hondo y saludable de su misión. Como lo experimentó el paralítico.