+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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22 de febrero de 2014
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Se ha dicho que “nuestra vida de sociedad funciona al estilo del eco”: Respondemos a los otros en el mismo modo y tono con que ellos nos tratan. Registramos las ofensas en nuestra computadora interior, y, tarde o temprano, acusamos recibo, devolvemos la moneda. ¿Quién no ha dicho alguna vez aquello de “ya me las pagarás”? Dios, en cambio, es un río de generosidad que se desborda, un torrente de gratuidad que nos inunda.
Seguimos leyendo el Sermón del Monte. Y nos sigue sorprendiendo la autoridad inaudita con que Jesús habla. El “habéis oído que se dijo, pero yo os digo” equivalía, en cierto modo, a corregir aquellos textos de la Sagrada Escritura que el pueblo había escuchado muchas veces en la sinagoga como palabra de Dios. Jamás ningún profeta había osado algo parecido. No es extraño que pronto empezaran a acusarle de blasfemo. Y, sin embargo, como veíamos el domingo pasado y seguimos viendo hoy, el mensaje de Jesús es tan verdaderamente humano que nos suena a divino.
“Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente… Pero yo os digo que no respondáis al que os amenaza…”. La ley del talión supuso un cierto progreso frente a los excesos que reclama el instinto de venganza, como vemos incluso reflejado en oscuros personajes de la Sagrada Escritura: “Caín fue vengado siete veces… Lamek lo será setenta veces siete…”. La ley del talión buscaba no hacer más daño que el que uno ha recibido. No había que pasarse. Ya nos gustaría que en nuestros mismos tiempos, cuando hemos visto ciudades bombardeadas por pura represalia o cómo crecía la espiral de la violencia, se hubiera respetado al menos “el ojo por ojo”. Jesús recordando la venganza de Caín y la de Lamek invitará a perdonar no siete veces, sino setenta veces siete. Frente a la venganza radical, el perdón radical. Esa es la novedad evangélica.
Y como Jesús quería que la gente le entendiera, desciende en su predicación a ejemplos bien concretos, que no por ello dejan de sorprendernos: “Al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra; al que quiere pleitear contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto; y al que te obligue andar con él una milla, vete con él dos. A quien te pida, dale, y al que desee que le prestes algo, no le vuelvas la espalda”.
Evidentemente los textos anteriores no son recetas morales para aplicar tal cual. Más que una regla son un espíritu, un estilo. De hecho, cuando Jesús es abofeteado por el criado del sumo sacerdote no presenta la otra mejilla, sino que preguntará por qué le pegan. Tomar literalmente las palabras de Jesús daría pie a que, en algunos casos, se consagrara la injusticia. Aplicadas literalmente en la sociedad civil podrían ser utilizadas para justificar la mendicidad, premiar la violencia o asegurar la impunidad de los malhechores. Jesús, que tenía un gran sentido común, no era eso lo que pretendía. Pero sí sabía que cuando el mal se quiere vencer con el mal se entra en una espiral de violencia creciente. Sabía que hay un mal que sufrimos que viene de fuera, pero que es más grave cuando ese mal anida también en nuestro interior. Jesús pretende enseñarnos a vencer al mal con el bien, que al odio hay que responder con la fuerza del amor.
“Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: amad a vuestros enemigos y orad por los que os persigan; así seréis hijos de nuestro Padre celestial que hace salir el sol sobre buenos y malos, y llover sobre justos e injustos”. Lo que Jesús cita no es una regla que esté en algún lugar de la Escritura, pero es una actitud tan frecuente entre los humanos que puede llevar incluso a justificar la “guerra santa”. La propuesta de Jesús es una de las supremas novedades del Evangelio. Una novedad difícil de entender a un nivel simplemente humano: Sólo se entiende desde la locura de la cruz de Cristo, que da la vida por quienes se la quitan, que pide el perdón para los que le crucifican.
“Si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Eso lo hacen también los paganos… Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”. El amor, para Jesús no se mantiene sólo a un nivel de sentimientos, de atracción física, de afectividad. No dice que eso sea malo o que haya que vivir desterrando la ternura. Lo que dice es que el amor va más allá. ¿Quién no ha visto a personas que viven con una entrega inaudita en favor de otras que humanamente podrían parecer repugnantes? Personas que hacen gratuitamente lo que no harían por todo el oro del mundo. Hace dieciséis años y recuerdo la escena como si fuera de hoy. Había presidido en el Cottolengo de Hurdes, en Extremadura, la celebración de las bodas de plata de tres religiosas. Cada una de ellas llevaba, por tanto, veinticinco años dedicada a atender con ternura y corazón de madre a enfermos y deficientes profundos a los que había que cuidar en todas sus necesidades. Con qué alegría renovaron ante la Madre general sus tres votos y el cuarto, específicamente cottolenguino, de dedicarse de por vida a los pobres más pobres. Al final de la comida, compartida con los enfermos acogidos, se me acercó una religiosa anciana de mirada dulcísima y ojos por los que se le escapaba la alegría del corazón. Me susurró casi al oído: “Padre, si la gente supiera cuán inmensamente felices somos… ¿puede haber felicidad más grande que servir a Dios, que es amor, en los pobres?”. Rebosaba alegría.
Hay formas de amar que no parecen humanas, pero son divinas. Es la manera de ser del Dios que se revela en la cruz. Cuando intentamos parecernos a ese Dios somos “sal de la tierra y luz del mundo”.