+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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17 de febrero de 2007
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“Pero yo os digo a los que me escucháis: amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen”.
Seguramente que una de las más provocativas novedades del Evangelio se encuentra en estas consignas, que explayan el texto de las Bienaventuranzas y que Jesús da a los que aceptan escucharle. Lo que caracteriza a la moral cristiana no es sólo el amor, demandado por casi todas las morales humanas, sino el amor a los enemigos.
La palabra “enemigo”, utilizada por Jesús, es tan fuerte que corre el riesgo de ser malentendida. “Yo no tengo enemigos”, oímos con frecuencia. Por eso, Jesús ha puesto algunos ejemplos, que si no son limitativos, son bien significativos: “los que nos odian, los que hablan mal de nosotros, los que nos difaman o calumnian”. Sería un buen ejercicio, previo a la cuaresma, que cada uno actualizáramos la palabra “enemigo” para averiguar si es verdad eso de que “yo no tengo enemigos”. Ahí podríamos meter cada uno, poniendo nombre y apellidos, a quienes no están de acuerdo con nosotros o nos critican y, también, a quienes creen, piensan, visten o votan a de manera distinta a la nuestra.
¡Que revolución en el mundo si cada cristiano se pusiera a hacer realmente lo que Jesús nos pide!
Pero además de estas actitudes interiores, que son las fundamentales en la perspectiva del Evangelio, Jesús desciende a las actitudes exteriores , que son como las consecuencias concretas de las interiores: Lo hace con ejemplos tales como “ofrecer la otra mejilla al que te pega, entregar también la túnica a quien te quita el manto, no reclamar al que tome lo tuyo”.
Con lo anterior ni pretende Jesús evidentemente corregir ninguna legislación justa, ni dictar nuevas leyes. Se trata de ejemplos paradójicos y fáciles de retener que pretenden ilustrar una nueva manera de actuar. Sería evidentemente carecer de sentido exegético, o simplemente de sentido común, hacer una interpretación literal y fundamentalista de estas expresiones, tan propias del género literario semítico. En la práctica, tal manera de actuar sería seguramente contraproducente. Jesús mismo dará la mejor interpretación a sus sentencias cuando, abofeteado por un criado del Sumo Sacerdote en la noche de su prendimiento, no presenta la otra mejilla , sino que responde con admirable dignidad: “Si he hablado mal, muéstrame en qué, y si no, ¿por qué me pegas?”
No creo que lo que estoy diciendo sea edulcorar el Evangelio, porque, si bien es verdad que Jesús no ha presentado la otra mejilla, también lo es que ha ido mucho más allá: Ha entregado su vida por todos, también por quienes le abofetearon y condenaron a muerte.
Quizá la interpretación de la enseñanza de Jesús venga resumida en otra, que sigue a continuación: “Aquello que queráis que los otros hagan por vosotros, hacedlo vosotros por ello. Si amáis sólo a los que os aman ¿qué recompensa podéis esperar?También los pecadores aman a aquellos que les aman”.
Nosotros, los cristianos, discípulos de Jesús, seguramente no somos mejores que los demás. Sin embargo Jesús nos invita a atrevernos a ser diferentes. Puede darse una solidaridad natural, espontánea, entre aquellos que se caen bien o tienen intereses comunes.
Puede darse incluso entre opresores, hasta entre terroristas. El egoísmo, porque se convierta en colectivo, no deja de ser menos peligroso que el individual. Sin embargo, Jesús invita a vivir un amor sin fronteras, un amor que supera los lazos de comunidad, familia, raza, cultura y, como ahora se dice, de nacionalismos.
La razón última de tal comportamiento para un cristiano la da también Jesús : “Así os comportaréis como Hijos del Dios Altísimo, que es bueno también con los ingratos y los perversos”. Si los hijos han de parecerse a los padres, no tendría que resultarnos extraño lo que sigue diciendo Jesús en esta misma página del Evangelio: “Sed misericordiosos , como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis, y no seréis juzgados: No condenéis, y no seréis condenados. Perdonad, y seréis perdonados…” ¡Parecerse al Padre! Nada menos, y nada más.