+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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13 de febrero de 2010
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l evangelio de este domingo nos encara con las paradojas más sorprendentes del mensaje de Jesús. Aquellos a los que Jesús llama bienaventurados no son ciertamente los que en la vida normal son considerados así, sino todo lo contrario. Hay como un cambio radical de valores que pone patas arriba toda nuestra concepción habitual de la felicidad.
Para comprender este cambio hay que meterse en la piel de quienes seguían a Jesús. Era gente pobre, que pasaba hambre, que suspiraba por un mundo más justo, que, olvidados de todos, clamaban a Dios como único valedor. En el grupo de los discípulos lo habían dejado todo para compartir la pobreza misma de Jesús. De él habían aprendido a no pasar de largo ante la miseria y el sufrimiento. Las bienaventuranzas, a la vez que un retrato de cuerpo entro de Jesús, son un mensaje de consuelo.
El marxismo protestó contra este mensaje: que Jesús consolara a los pobres y perseguidos con la promesa de un cielo lejano, en vez de cambiar las estructuras que son la causa de tanto dolor y llanto. Así, la esperanza alienante en un hipotético más allá serviría de coartada para dejar las cosas como estaban. La revolución comunista, por el contrario, instauraría el supuesto reino de los cielos en la tierra.
Pero la verdad es que lo que vino no fue el paraíso, sino los goulag, la dictadura del materialismo y los millones de personas muertos de hambre o víctimas de la persecución.
Hoy, por el contrario es el capitalismo triunfante el que parece prometer la felicidad; una felicidad radicalmente diferente de que la Jesús proclamaba hace dos mil años. Son felices los que tienen éxito, los que llegan los primeros, aquellos cuyos nombre están todos los labios, los que viven disfrutando a tope los placeres de esta sociedad. La consecuencia ha sido una sociedad dual: algunos que lo tienen de todo, frente a muchos que carecen de todo o casi todo.
Sin embargo Jesús no aparta su mirada de los que no cuentan, que bien podían ser hoy los que no se han subido al tren de la globalización, las victimas de las reestructuraciones, todos aquellos a quienes excluimos de los bienes del progreso y, como consecuencia, consideramos desgraciados. Es a estos a los que Jesús sigue dirigiéndose hoy para decirles que, aunque a la vista de la sociedad sean los excluidos, a los ojos de Dios tienen un alto valor, son los preferidos de su amor.
No es verdad que el mensaje de Jesús esté en contra del éxito o de la felicidad ya en esta tierra. Lo que afirma es que el éxito no es todo, que es más importante el ser humano. Y tampoco es verdad que su mensaje pretenda dejar las cosas como están. De hecho, Jesús a lo largo del evangelio no deja de luchar contra el mal.
El evangelista Lucas, a diferencia de Mateo, pone en boca de Jesús cuatro frases estrictamente paralelas, que suenan a maldiciones, aunque son más bien interjecciones de dolor. ¡Qué desgracia cuando el hombre pone toda su confianza, hasta divinizarlo, en lo que es pasajero haciéndole olvidar lo fundamental! Entonces se olvida de Dios y de los demás, que son olvidados o pasan a ocupar un puesto muy remoto en la atención y en la valoración.
Cuando el Reino de Dios acontece, acontece también de manera radiante la justicia del Reino. La felicidad que Jesús promete sólo tendrá su eclosión plena y definitiva en el cielo, es verdad, pero se inaugura en esta tierra cuando, incluso en medio del dolor, uno se sabe ya ciudadano de ese Reino. La otra felicidad es efímera, pasa con el tiempo que pasa. No es extraño que se nos hable de “la melancolía de los satisfechos”.